jueves, 24 de marzo de 2011

Una desilusión provechosa

En este espacio no hablo sobre temas contingentes, no informo acerca de lo que pasa en Chile y el mundo -salvo ocasiones excepcionales-, no me gusta hablar de fútbol, no escribo párrafos cortos y estructurados, no respondo a las seis doble ve, y podría continuar con una serie innumerable de características que me diferencian de algún otro blog cuyo autor sea de profesión periodista. Cualquiera que lea estas entradas tiene el derecho pleno a preguntarse si la persona que escribe es realmente un estudiante de periodismo con pretenciones de forjar una carrera exitosa.

La sola idea de trabajar durante toda mi vida en prensa, me angustia. Las noticias me aflijen, me atosigan y me escandalizan. Convivir para siempre con el bombardeo mediático, con la competencia desvergonzada, con la histeria periodística, sería una condena. Qué clase de periodista soy, me pregunto a veces, si rechazo la materia prima que constituye mi profesión. Me canso de buscar alguna respuesta, aunque de algo estoy seguro, y es que no lo tengo claro, pero si es por justificar mis dichos, digo que soy un desilucionado, y no de la profesión, porque es hermosa -a pesar de sus peros-, sino de quienes la controlan, que son los que la articulan como quien maneja una empresa con ánimo de lucro, tomando decisiones de acuerdo a los índices del mercado. Con ellos es el problema.

Pero no quiero desbaratar este relato hablando de aquellos personajes. No es mi intención llevar mis palabras por esa dirección. No valdría la pena. Prefiero contestar la pregunta que plantee al principio, si acaso pretendo forjar una carrera exitosa como periodista, y la respuesta es: no sé, no tengo idea. No creo en el destino. Para mí, nada está escrito, todos somos un cuaderno en blanco cuyo deber nuestro es llenarlo con palabras que le otorguen sentido a nuestra existencia. Sí creo en el poder de las decisiones, pues la vida se construye en base a lo que rechazamos o dejamos de hacer por aceptar y hacer lo otro.

Cada vez que me preguntan por el rubro al cual me quiero dedicar y perfeccionar, mi respuesta es débil, abierta e insegura, porque no lo tengo claro. Y cada vez que me lo cuestiono a solas, llego a las mismas dudas y a los mismos convencimientos, que son los menos. La única certeza que me permito afirmar con convicción es que me gusta escribir. Me encanta escribir. Pero eso no es suficiente, aunque me digan lo contrario.

Escribir, para mí, es una especie de terapia para sanar mis conciencia, para dejar que fluyan mis pensamientos por el mar del conocimiento y no se atasquen en medio de la corriente. Escribir es encontrarme a mí mismo, es conocerme para lograr reconocerme. Escribir es crecer como persona, y todo eso no tiene precio. Transformar la escritura en un trabajo, significa colocar cortapisas a todas esas sensaciones que no se pueden comprar. Significa, en cierta forma, vender mi pasión para recibir a cambio un dinero al cual me debo subyugar por contrato. Entonces, todo se distorsiona y pierde sentido.

A pesar de todo, no me arrepiento de haber elegido lo que estoy estudiando. Una vez ejercí como periodista y fue una experiencia increíble, con altos y bajos, y seguro tendré que hacerlo de nuevo, y lo acepto -ojalá en una empresa comprometida con el periodismo, que remezca a las arcas del poder porque dice y no esconde la verdad-, lo acepto, mientras esté convencido de que será parte del camino y no un final en sí. Sigo sosteniendo lo mismo, estudiar periodismo ha sido una de las mejores decisiones que he tomado, porque se transformó en un trampolín que me lanzó directo a abrir mi curiosidad, a fijarme en lo cotidiano, a descubrir mis inquietudes y, sobre todo, mi inclinación, a veces delirante y traumática, por la literatura, así como por los pensadores compulsivos, los curiosos, los hambrientos de saber, los personajes locos por vivir, ésos con los que me siento identificado.

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