miércoles, 29 de septiembre de 2010

El primer discurso

Han transcurrido tres años desde que pisé por última vez el colegio, y siento como si hubiera pasado mucho más tiempo desde aquella vez.

Me acuerdo de los últimos días de clases, esos en los que ya no pasaban materia, en los que podíamos ir con ropa de calle, en los que comenzaban los preparativos para la ceremonia de graduación.

En uno de esos días, se realizó un acto especial, en el que cada curso debía escribir un texto que los representara fielmente y escoger a un compañero que lo leyera frente a todo el colegio.

Resulta que a mi curso, el 4°C, la noticia les pilló por sorpresa. No teníamos nada preparado y en pocos minutos debíamos exponer nuestro discurso. En medio del nerviosismo, sin que nadie supiera qué hacer, pedí prestado un lápiz y un cuaderno y comencé a escribir.

Me acuerdo que las ideas fluían rápidamente por mis pensamientos, una tras otra,  sin detenerse. Cuando di el punto final, el inspector llamó al 4°C a salir adelante. Presa de la vergüenza y de la timidez, de la que por cierto me arrepiento, le solicité a un compañero que fuera conmigo y que leyera el discurso. Yo, desde atrás, le advertía de los borrones y le repetía discretamente las palabras ininteligibles. Una ridiculez del porte de un buque, pienso ahora, porque lo más sensato era que si yo había escrito el texto, yo debía leerlo, pero la verdad es que en ese momento eso no era lo importante.

Hace un par de días mi madre me envió un e-mail en el que me decía que rescató aquel papel en el cual escribí el discurso, y que lo inmortalizó en un archivo de Word que adjuntó al mismo correo. “Lo encontré revisando los archivos de la oficina, creo que no lo tenías –me dijo, y finalizó- Un beso, tu madre que te adora”... Debo admitir que no me acordaba de la existencia de ese papel. Y sin esperar más, abrí el documento, que decía así:  imageQueridos maestros, compañeros, todos:

Pocos días quedan para graduarnos, empezamos a ponernos más nerviosos y a darnos cuenta de lo que se nos viene.

Siempre andábamos en las nubes, un poco desganados, que nos faltaba motivación, nos decían los profes, pero lo cierto es que éramos el curso más transparente de todos: no existían los “cahuines”, ni los enredos, ni las peleas sin sentido. Sólo la indiferencia de unos con otros podía llegar a distanciarnos, pero no tanto como para impedir cantarle el cumpleaños feliz al “abuelo” las veces que queríamos, en clases de filosofía, ni para copiar descaradamente en matemáticas, ni para llevar al psiquiátrico al profe de religión
(me acuerdo que tras esa frase las risas irrumpieron fuertemente y el profe de religión se molestó, dio media vuelta y se fue).

Fueron años de trayectoria los que vivió nuestro curso, desde 7º básico hasta el 4º medio, sí, desde que el “C” es mixto, desde que las mujeres invadieron nuestro curso y desde que tuvimos que adaptarnos a todos los cambios que sufrimos, como profes que tomaban la jefatura creyendo que podían manejarnos fácilmente.

Muchos compañeros también quedaron atrás, algunos dejaron grandes huellas y otros simplemente quedaron en el olvido. Y hasta 4º medio continuamos enfrentando cambios, recibiendo nuevas compañeras y nuevos compañeros que sin duda fueron relevantes en nuestro proceso.

Así fue nuestro  curso, una rotación constante a lo largo de los años de la que tuvimos que adaptarnos, pero a veces reclamar, alegar y hasta protestar. Puedo decir que a pesar de todo, el “C”, con sus defectos y virtudes, con los que quedamos y los que quedaron, siempre fuimos verdaderos y también distintos a los otros cursos, porque, en cierta forma, marcamos una diferencia y tuvimos una identidad propia. 

A nuestros profesores, los que tuvieron el honor de serlo, a los que nos entendieron, a los que nos soportaron, a los que nos enseñaron más allá de sumar, restar, y que pudieron darse cuenta que éramos capaces de entregar mucho como curso, y también a los que nos dieron el apoyo que más de una vez necesitamos, a todos ellos, MUCHAS GRACIAS.

4°C E. Media
Colegio Shirayuri – La Florida
30 de noviembre, 2007.
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Cuando mi amigo finalizó, escuché aplausos y gritos que decían bravo. Vi que el inspector se acercó a nosotros un poco molesto -me imagino que no le pareció algo de lo que leímos-, nos arrebató el micrófono y nos pidió que nos retiráramos.

Recibí abrazos de parte de mis compañeros de curso, otros golpecitos en la espalda, sonrisas, apretones de mano y todo ello se sumaba a la satisfacción que me provocaba el hecho de saber que mi primer discurso tuvo una muy buena recepción en la gente, independiente de que yo no lo haya leído.

Ese día, ya en mi casa, acostado en mi cama, más tranquilo, me acuerdo que le dije a mi consciencia: Quiero ser periodista.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Tengo rabia

Tengo rabia y estas palabras tienen esa connotación. Rabia contra la gente que no es capaz de justificar sus propios errores y que mira para el lado a ver si encuentra un descuido ajeno que le sirva como excusa para comparar inútilmente que lo malo que hizo o dijo no es tanto como lo que hizo o dijo el otro, con el propósito de probar que su vida no es tan triste, tan vacía, tan insignificante, aunque sus intentos sean en vano.

Tengo rabia contra la gente cobarde, sin valor ni espíritu, que gritan a los cuatro vientos que son valientes y decididos, pero que quedan en vergüenza al momento de los “quihubo".

Tengo rabia contra los hipócritcas, aunque estos sean peores que los cobardes, porque los cobardes sufren de una patología crónica, casi inadvertida, y los hipócritas lo son cuando les conviene, y cuando les conviene dicen lo que les conviene, y eso me apesta.

Tengo rabia contra los que se dan con una piedra en el pecho y eso les basta para comenzar otra vez con lo mismo.

Tengo rabia contra los oportunistas, que son también cobardes, cuando aprovechan el descuido de los demás para hacer de las suyas. Que te saludan con una sonrisa y te maldicen por la espalda.

Tengo rabia contra la gente que es capaz de utilizar cualquier arma, cualquier argumento y cualquier circunstancia para salir airoso de cualquier situación, en desmedro del prestigio, la honra, y la credibilidad de los honestos.

Tengo rabia contra los egoístas, que no piensa ni por un segundo en lo que puedan causar al otro con sus acciones enfermas.

Tengo rabia contra la gente estúpida, que no se da cuenta que por muy miserables que sean sus acciones, tienen un efecto, por cierto, también miserable en quienes lo rodean.

Tengo rabia contra la gente envidiosa, que no es capaz de aceptar el éxito ajeno.

Tengo rabia contra la “ratas” que no afrontan sus problemas y se escabulle de ellos, porque también son cobardes.

Tengo rabia contra la gente falsa, que te ven y que se esconden, que agachan la cabeza cuando pasan a tu lado, que te saludan y no aprietan la mano como gesto de confianza, y que ni te miran a los ojos, porque saben que son falsos.

Tengo rabia contra los doble careta, los falsos, los estúpidos, los ratas, los egoístas, los sinvergüenza, los oportunistas, los hipócritas y los cobardes, porque no son de mi agrado, porque no los considero, porque no les presto atención. Porque me dan lo mismo y ellos se dan cuenta. Y tengo rabia porque de esa gente está llena en este mundo y porque los que valen son cada vez los menos. Y tengo rabia por eso.

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jueves, 23 de septiembre de 2010

Periodismo: vocación, dignidad y lucha

Puedo asegurar que la mayoría de los periodistas chilenos, o al menos los que dicen serlo, desconocen que hace cerca de un mes se eligió al nuevo presidente del Colegio de Periodistas de Chile. Se los presento, se llama Marcelo Castillo Sibilla.

imageUn amigo mío que se está abriendo paso en la música tuvo el agrado de cantar  junto al trovador chileno, Rodrigo Peralta, en un café llamado Crónica Digital, que está ubicado allá en el Barrio Brasil. Debo decir que aquel lugar lo encontré muy agradable y que me quedé con las ganas de visitarlo de nuevo. Recuerdo que justo ese día estuvo presente el que era en ese momento candidato –y ahora presidente- del Colegio de Periodistas.

Tras ser presentado por el animador del local, Marcelo Castillo, de manera espontánea, concedió unas palabras a todos los que estaban allí presentes. Marcelo se levantó de su silla, carraspeó su voz, esperó unos segundos y frente al público dijo algo que yo consideré muy cierto: que el Colegio de Periodistas es una institución que no existe para los grandes medios de comunicación, lo que por cierto genera preocupación, pues nada se sabe –ni los mismos periodistas- de lo que hace o dice el gremio.

La única ‘gran obra’ del Colegio de Periodistas de la que tengo recuerdos claros fue la famosa campaña “No seas un periodista frustrado”, cuando la entidad estaba encabezado por el periodista imageLuis Conejeros, el año 2006. Aquello fue una verdadera vergüenza para la labor periodística. En síntesis, la maniobra comunicacional no produjo los efectos esperados, no significó un verdadero aporte a la calidad ni al mejoramiento del periodismo chileno, y como efecto inverso convirtió a varios periodistas que no lo eran, en uno frustrado. Un desastre.

Pero ahora el presidente electo dice que esto va a cambiar. Que ahora el gremio se preocupará de la gran cantidad de despidos y de las miserables condiciones laborales en las que se desempeñan miles de periodistas que trabajan sin contrato, con extensas horas extras y no remuneradas, sin seguros de ningún tipo, con una presión fuertísima de parte de los mandamases por sacar al aire el notición sin ningún rigor ético, y bajo la constante amenaza de ser despedidos, la mayoría de las veces, injustificadamente. Amen, digo yo (que así sea).

Resulta paradójico pensar que una de las labores más importantes del último  tiempo sea cada vez más subvalorada. Más sorprendente aún es que seamos nosotros mismos –los periodistas- los principales respimageonsables de eso. Digo esto por dos cosas. Primero, porque existen cientos, por no decir miles de periodistas que están dispuestos a trabajar por el dinero que sea y bajo las condiciones que sea, y de ahí que a los propietarios les de igual echar a uno o varios periodistas cuando saben que hay otros miles que esperan una vacante. Y segundo, porque existen tantos periodistas sin vocación que, a modo de ejemplo, de cien, diez valen la pena. Y no exagero. Los otros 90 se encargan de menoscabar nuestro trabajo.

Quienes quieran saber más acerca de Marcelo Castillo, les dejo la noticia:
http://www.emol.com/noticias/nacional/detalle/detallenoticias.asp?idnoticia=433502

lunes, 20 de septiembre de 2010

Todos tenemos nuestras fábulas delirantes

Hay pocas cosas que me llamen tanto la atención como la locura, quizás porque siempre la he ligado con la genialidad. Los grandes locos de la música compusieron piezas extraordinarias. Célebres escritores locos dejaron también su legado. Memorables personajes históricos se transformaron en leyendas universales por su audaz valentía o por su crueldad destemplada. Con todo eso, quién no querría poseer un poco de locura.

paranoia900 El poeta alemán, Henrich Heine, dijo una vez que “la verdadera locura quizá no sea  otra cosa que la sabiduría misma que, cansada de descubrir las vergüenzas del mundo, ha tomado la inteligente resolución de volverse loca”. Y la verdad es que así les ha ocurrido a numerosos hombres que construyeron sus  propias fábulas delirantes.

Hitler soñaba, algún día, con exterminar por completo al pueblo judío y garantizar el futuro de una Alemania “pura”, al costo que fuese necesario. ¿No vivía, Hitler, su propia fábula delirante? O el gran Gengis Khan, emperador mongol que conquistó un vasto territorio y unificó las tribus nómadas del norte de Asia para formar el imperio más extenso que haya existido en la historia del mundo. ¿Él, acaso, no debió poseer en su mente su propia fábula delirante para realizar semejante hazaña?  
 
Sin ir más lejos, cada uno nosotros fabricamos nuestras propias fábulas  delirantes. Las historias que deformamos en nuestra mente para calzarlas, perfectamente urdidas y razonadas –a veces inconscientemente-, con lo que queremos ver o creer, con lo que imagequeremos y no queremos ser, con lo que anhelamos y lo que pensamos en voz alta durante la noche, en los más profundo de nuestra conciencia y que compartimos sólo con nosotros mismos, todo ello forma parte de nuestras fábulas delirantes.

Los locos no son solamente los incapacitados que dejan de lado la razón, ni los que presentan la euforia del maniaco, ni la pavorosa tristeza del deprimido, ni la absurdidad del esquizofrénico, ni la idiocia del demente. Los locos paranoicos -o “locos razonadores”- no muestran más síndromes de anormalidad que los relacionados con su delirio particular y son capaces dimagee enredar, confundir, influir, persuadir, sumar adeptos y volver locos con sus ideas extravagantes y coherentes a aquellos que no lo están. Pero, ¿quién puede demostrar que no posee ni un mínimo de locura?

No existe un límite claro ni establecido que separe de manera precisa la cordura y la demencia
, por lo que nunca sabremos si el tipo que camina vestido de terno por las calles de la capital es lo uno o lo otro, o un poco de los dos. O si el que dice ser cuerdo lo es realmente, o si el que dice ser loco es tan cuerdo como nadie. Parecer ser que no estamos tan libres de la locura como solemos creer.

Basta con ponerse a pensar en todos aquellos hombres que los han llamado “locos” simplemente por no seguir los consejos “sensatos” que les aconseja la mayoría, o por armar una fábula delirante que diverge, como siempre, de la opinión de unos pocos. A propósito, hay una frase que dice: “Los niños y locos dicen la verdad, por eso a los niños los educan y a los locos los encierran”.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Cuestión de fe

Rememorando una discusión filosófica que sostuve un par de semanas atrás (le llamo “filosófica” al cruce de palabras entre dos o más seres que discuten sobre el sentido de la vida y la razón del ser) me permito escribir acerca de la siguiente reflexión: El sentido de la vida lo hallamos nosotros mismos, en nuestro propio yo, y no es una cuestión que haya que salir a buscar. Para mí, la fe tiene un sentido netamente personal y no existe en mí fe religiosa alguna, pues esa se busca afuera y en otros. Afuera, en las parroquias o Iglesias; y en otros, en los sacerdotes, curas, padres, o pastores.


imageYo siempre sostengo que soy una persona racional. Es decir que, antes que todo,  razono. Por ello me cuesta creer en la historia de un Dios omnipotente que mira todo lo que hacemos desde el cielo, sentado en su trono, y que no es capaz de hacer algo para cambiar el curso abominable de las cosas que ocurren en nuestra existencia. Eso escapa de mi razonamiento. Por eso también cuestiono la afirmación de algunos que dicen que no existe fe que no sea religiosa, en otras palabras, que la fe de por sí está relacionada con un Ser Supremo o lo sagrado y que, por lo tanto, yo, al no creer en un Dios común y ser racional, no puedo tener fe.

El hombre racional es capaz de amar y ser amado, pues siente y puede ser sentido a través de todos los sentidos. Yo amo a mi novia porque ella está conmigo, porque la siento y ella me siente, porque le digo que la quiero y ella también me lo dice. El amor viene a ser tema para otra discusión. Pero con esto quiero dejar en claro que ser racional no significa ser un hombre inerte, incapaz de sentir amor, sino un hombre que se basa en la confianza del otro, en la virtud y la fiabilidad de las personas. La palabra fe, viene del latin fides, que significa “confiar”.
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Me cuesta otorgar sentido a mi vida y atribuir el por qué de numerosos cuestionamientos de mi existencia a ideas o afirmaciones de las que no me siento parte, que no me identifican en los más profundo. En tanto, busco mi propia razón de ser a través de la fe, pero de la fe terrenal, como le llamo yo, y es allí donde logro encontrar algo más concreto, más verdadero, más creíble, si se quiere.

Algunos le confían el sentido a la vida a la potestad de un Ser que actúa deliberadamente y, en la mayoría de los casos, de manera egoísta; yo prefiero creer que es responsabilidad de cada uno de nosotros que le brindemos un significado o un sentido a nuestras propias vida. Motivos hay miles.

Para mí todo hombre debe tener fe, de otro modo su vida es vacía. Está bien, da lo mismo qué tipo de fe, pero no creo que sea correcto apropiarse de un concepto –que tiene más de 20 acepciones– con un significado parcial y siempre cuestionable.

Claramente, la fe que yo pregono no significa creer en una religión ni tampoco en laimage existencia de un Dios. Ese trabajo lo considero completamente personal y nada ni nadie debiera interferir. Se trata de hacer de la vida de cada uno de nosotros algo coherente, que tenga sentido para que no sean en vano los años que pasan, que valgan la pena el esfuerzo y el trabajo, que valga la pena la vida. La fe en uno mismo, en el compañero de al lado, en la familia; la fe en la vida y en lo que uno sostiene, en sus propios valores, en sus creencias, la fe en todo eso y más, también le dan sentido a nuestra vida.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Mirando al Tricentenario

Han pasado cien años desde que Chile celebró el Centenario de la República. El mundo permanece intacto, pero su gente ha cambiado infaliblemente. Ahora parece más apurada, más agitada, más frenética.

la moneda

“Es un mundo de agentes más productivos”, apuntarían los economistas. “No, se trata de una realidad más superflua y banal”, indicarían algunos sociólogos. En rigor, no todo es tan bueno, pero tampoco es tan malo: podría ser peor.

Una señora cuarentona alcanza la mano de su pequeño hijo que se arranca i nquieto por La Plaza de la Constitución, se la aprieta bien fuerte, lo zamarrea bien zamarreado, le da unas buenas palmadas en el traste, y se lo lleva a rastras en dirección a La Moneda.

Un hombre solitario, de edad avanzada, camina lentamente por Plaza de Armas. Observa las pinturas de los artistas callejeros que se acomodan en la calzada, mientras, a lo lejos, se oyen los alaridos del predicador evangélico que mantienen la atención de unos cuántos cesantes desocupados y otros, como que si no quisiera la cosa, fingen estar atareados en otros asuntos, pero escuchan atentos cada una de sus profecías.

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Un poco más allá, cerca de La Alameda, cientos de personas se desplazan a zancadas por las calles de la ciudad, obnubiladas por el tiempo y el apuro. Es el hombre clásico de los tiempos modernos, que no existían hace más cien años y que ahora aparecen y se multiplican, cuál virus de la famosa pandemia A(H1N1), salvo que esto sí que es en serio.

Las familias ricachonas aparecen bien poco por las grandes alamedas, salvo en casos particulares. Ahora se esconden en la punta de los cerros, fuera del alcance del ardid del ocio, como la gente de la “alta alcurnia” llamaba a los pobres, hace cien años.

Ahora los pobres se asentaron en el centro de la capital y otros quedaron desparramados por la periferia junto con el hombre de clase media, que se levanta cada día por las mañanas, bien temprano, y vive prácticamente la mitad de su vida entre bocinazos, gritos y contaminación.

Pero también han habido cambios positivos: las mujeres tienen más y mejores derechos, aunque aún no sea suficiente. La salud y la educación han mejorado, aunque, claro, tampoco estamos conformes. Los derechos de los trabajadores se han hecho valer con el tiempo, sin embargo, falta mucho por hacer… Es decir, las cosas han cambiado, pero no lo bastante como para cantar victoria.

Las preguntas son varias: ¿Cuándo será suficiente? ¿Llegará el día en que estemos satisfechos con lo que hemos realizado? ¿Es posible hacer de Chile un país con igualdad de oportunidades? ¿Son suficientes 200 años de vida independiente para lograr un país desarrollado, o necesitamos más? ¿Qué será de Chile para el Tricentenario? 

Tales cuestionamientos me recuerdan a la Utopía que escribió el poeta y escritor inglés, Tomás Moro, allá por el Siglo XV, en la que describe detalladamente una sociedad ideal cuya organización política, económica y cultural contrastan extraordinariamente con la realidad que vivimos hoy. image

No quiero decir que vayamos por el camino equivocado, ni tampoco sostengo que marchamos por el sendero correcto, pues eso sólo lo dirá el tiempo, porque precisamente eso necesitamos: Tiempo. Tiempo para que los hombres cesantes que no encuentran otra actividad mejor que mirar perplejos al relator evangélico, eduquen a sus hijos para que sean trabajadores y estudiosos.

La educación es la única arma que existe para demostrar y dar a entender que el progreso y el desarrollo de un país no se logran sólo con las cifras en alza de una economía de libre mercado, sino con fomentar la cultura de todos sus habitantes. Razón por la cual –dada las condiciones actuales- reconozco que nos faltan, al menos, cien años más por madurar.

¡Vamos por el Tricentenario!

Jonás Schneider: Los dobleces de una vida que baila en el Hospital del Barros Luco (Parte V y VI)

El hombre detrás de Jonás

imageSe acerca la tarde. Los horarios de visita ya terminaron. La familia de Jonás continúa reunida en el pasillo de informaciones. Poco rato después llega un hombre que saluda a todos los familiares de Jonás. Ellos salen a encontrarlo y le reprochan su demora. Es su padre: Mario Schneider.

Mario dice que es descendiente alemán, que todos sus antepasados lo fueron. Que su apellido no es por casualidad, aunque cualquiera diría que es mentira. Es de baja estatura, moreno, piel arrugada, ojos rojos, mirada tranquila. Pregunta por su hijo, pero ya no puede ingresar a verlo. Llegó muy tarde.

Jonás, antes de que se enterara de su estado de salud, pasó alrededor de tres meses en Porto Alegre, Brasil, junto a su novia Karin Krause, una brasileña que conoció en Chile y con quien pretendía casarse y formar una familia.


252 miembros, entre familiares, admiradores y amigos, lo saludan a través de un grupo de Facebook llamado "Jonás Schneider Flores Fans del Mundo". Preparan cadenas de oraciones en su nombre, siempre con la esperanza de que esta historia que comienza en el Barros Luco termine en los escenarios del Pub La otra Puerta, del Barrio Bellavista, lugar en el que solía actuar, cantar y bailar como el doble de Chayanne.

En la calle la gente ya lo reconocía por sus apariciones en televisión. Lo saludaban. Le pedían autógrafos. Mario está orgulloso de su hijo, y también contento, porque da cuenta de que todo su esfuerzo valió la pena. Ya no pasaba inadvertido, ahora era el doble oficial del cantante puertorriqueño. Pero él sabe que su hijo sufría por tener siempre patente su doble.

Jonás y su doble: el último encuentro


imageJonás continúa recuperándose, descansa en medio de cuatro paredes blancas y aprieta fuerte la mano de su padre cuando éste lo va a visitar, como una señal de que lo está escuchando y de que nota su presencia. Los ojos de Mario brillan cuando reconoce que su hijo lucha día a día por mantenerse con vida. Pero Jonás es un abanico de posibilidades, y él lo sabe muy bien.

Si los dobles construyen su fama a costa de los verdaderos artistas y cargan con la disyuntiva de darse a conocer por sus propios méritos, Jonás no debe ser uno de ellos, o al menos, no debe ser cualquier doble.

El reloj del estrecho pasillo de informaciones marca la hora. Se hace tarde. Ya no queda casi nadie, el sol se esconde, se acerca la noche y los integrantes de la familia de Jonás comienzan a levantarse de sus asientos. María Flores junto a su tía, cuyo nombre nunca se supo, camina hasta la escalera que lleva a la salida. Mario, antes de retirarse, se da media vuelta y observa que sólo quedan un par de desconocidos sentados en las sillas del pasillo, el mismo que hace tres horas atrás estaba abarrotado de gente.

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Un funcionario del hospital avisa en voz alta a los pocos presentes que ya es hora de retirarse, pues el horario de visitas terminó. Mario no se mueve. Antes de dar media vuelta y salir, fija su mirada hacia el fondo del pasillo de Tratamientos Intensivos, donde permanece acostado su hijo, Jonás Schneider Flores, sumergido en una lucha por ser alguna vez su propia manifestación, por ser lo que quería haber sido y que nunca pudo ser, por abandonar a Chayanne, en definitiva, y ser él, solamente él. Qué lucha debe ser ésa. Ahora, con sus vestimentas de servicios de enfermos de la UTI, puede demostrarlo.

Jonás Schneider: Los dobleces de una vida que baile en el Hospital del Barros Luco (Parte IV)

La otra faceta de un showman

imageRomina tomó un avión en dirección a Chile apenas se enteró del estado de su hermano Jonás. Llama la atención el acento de su voz, bien marcado, pronunciado y a veces saltadito. Estudia en Suiza, hace un par de años. Ahora permanece en casa de sus padres, mientras su hermano se recupera.

Parece acongojada. Su padre, Mario Schneider, visita todos los días a su hijo y a la misma hora, después del trabajo, pero todavía no aparece. Él es la persona que más conoce a Jonás, pues lo apoyó y aconsejó en cada una de sus decisiones profesionales. Romina desaprueba el rol mediático de su hermano, en cambio, Mario fue quien lo impulsó a trabajar duro como el doble de Chayanne, y en gran medida los logros de él fueron gracias a su apoyo incondicional.

El año 2006, Romina se enteró del nuevo hobby de su hermano: Pintar. Esa noticia le provocó una inmensa felicidad. Creía que este nuevo camino que había empezado significaba el fin del otro, el del doble, que a su parecer ya estaba desgastado. Le parecía que su hermano tenía talento de sobra y de a poco llegó a la conclusión de que la pintura era su verdadera pasión.

Jonás llegó hasta el Palacio de la Alhambra, ubicado entre las calles de Amunátegui y Morandé, en pleno centro de Santiago. Consciente que después de cierta edad ya no podría realizar sus actuaciones como el doble de Chayanne, decidió abrir sus fronteras artísticas y sumergirse en el mundo de la pintura, actividad en la que, por cierto, también se destacó.

Entre pinceles, agua, colores y contrastes intensos, Jonás trabajó por mucho tiempo y le costó esfuerzo lograr el efecto de la delicada acuarela. Cada uno de sus cuadros luce colores fuertes e intensos, que sin embargo no dejan de lado esa delicadeza que solamente quien la escurre sabe lo que cuesta y lo que vale a los ojos.

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Para el profesor del taller de pintura, Raúl Herrera, Jonás lograba crear algo distinto a la repetición mecánica del resto. “Solía hacer notar la fuerza de su pintura, la misma con la que ahora lucha por salir adelante”, dice, pensativo, mientras recuerda a uno de los que considera sus mejores talleristas.

Para muchas personas, Jonás no fue el doble de Chayanne, sino un verdadero aprendiz de pintor. Junto a Raúl descubrió lo que dormía inconscientemente en lo más profundo de su ser. Los demás sólo veían pasos de baile. Pero demostró ser eso y mucho más.

En diciembre de 2007 obtuvo el primer lugar en un concurso de pintura en óleo en la Sociedad Nacional de Bellas Artes que le significó más de alguna crítica de parte de sus compañeros. El perfil de figura pública no encajaba con el de un artista de la pintura, pero Jonás salió al paso de las críticas, las que no le quitaron mérito a su trabajo sino, al contrario, le sumaron admiración y respeto por su gran esfuerzo y constancia.

Todo lo bueno llegó a su fin, cuando Jonás sintió algunas molestias en el oído que con el tiempo se agravaron, hasta que tuvieron que parar en el hospital. Sus compañeros y su profesor de pintura lo visitan seguido y anhelan que Jonás, en algún rincón de su mente, continúe viviendo en ese mundo de colores que, como dice su profesor, a todos nos hace muy bien vivir.