viernes, 31 de diciembre de 2010

Para que no digan que todo fue tan malo

Todo el mundo está diciendo lo mismo: que este fue un año de mierda. Aparece en la prensa, en grupos de Facebook, en Twitter, en Internet, se escucha en los comentarios de pasillo, en las conversaciones en el metro, en la micro, en el taxi, en el círculo de amigos, en fin, la mayoría coincide en que este año fue una verdadera mierda. Para mí, no.

El terremoto del 27 de febrero; la tragedia de los 33 mineros de Atacama ; el accidente de Tur Bus en la Autopista del Sol; el incendio en la cárcel de San Miguel; hasta, incluso, el fin de la serie Los Venegas. Puras desgraciaimages este 2010. Algunos culpan a Piñera, otros dicen que se trata sólo de una coincidencia, pero vaya uno a saber quién es el responsable de tanta tragedia seguida.

Yo creo que todo esto forma parte de un fenómeno mediático importante. Casi todas los hechos nombrados fueron víctimas del acoso constante de la prensa: los estrujaron y les sacaron el jugo. Para los medios, por ejemplo, éste no fue un año de mierda. Ellos sacan balances positivos. Se atragantaron con tanta plata que les dejó el terremoto del pasado 27 de febrero. Los políticos le dieron como tarro al discurso populista, se mostraron ante la comunidad y sumaron votos. Los dueños de las inmobiliarias y constructoras empezaron con las ofertas baratas y harto que vendieron. Para todos ellos, este año no fue una mierda.image

Con la tragedia de los mineros pasó más o menos lo mismo. Las víctimas se transformaron en estrellas de cine. Los medios nacionales e internacionales estaban fascinados relatando cada detalle de la historia de los 33 de Atacama que quedaron atrapados a 700 metros de profundidad por culpa de las pésimas condiciones laborales en las que trabajaban. Para ellos tampoco fue un año de mierda, a pesar de todo.

A lo que quiero llegar es a lo siguiente: primero, lo que aparece en la tele es una cosa y lo que pasa en la realidad es otra. Hubo terremoto, mineros atrapados, pasajeros fallecidos, achicharrados en la cárcel, etcétera, etcétera, pero todos estos afectados son sólo una milésima parte de los cerca de 15 millones de habitantes de nuestro país. Calificar este año como una mierda sóimagelo por ver unos cuántos hechos particulares que coincidieron en un tiempo determinado, es un despropósito.

Y segundo –y con esto no digo nada nuevo– todos los años ocurren tragedias, a toda hora, a cada minuto, en este preciso momento en el que se leen estas palabras puede estar ocurriendo algo terrible que si no merece aparecer en pantalla, según el criterio de un editor sensacionalista, quedará sólo en la conciencia de quienes lo vivieron y de nadie más. Los que por diversas circunstancias sí se vieron afectados este año y lo pasaron realmente mal, considerarán que fue una mierda y que no sería extraño que el siguiente también lo fuera, independiente de lo que aparezca en la tele.

Pero este año también hubo caimagebida para las buenas noticias, aunque no hayan sido celebradas por miles de espectadores: el nacimiento de un niño, el cesante que encontró pega, el trabajador que lo ascendieron, el enfermo que encontró la cura, la reconciliación de los orgullosos, la felicidad de los desdichados, el éxito de un proyecto que costó esfuerzo y trabajo y muchas felicidades más que, insisto, no fueron contadas. Por eso no hay que olvidarse de las buenas noticias ¡Feliz año nuevo!

viernes, 24 de diciembre de 2010

Me dio asco comprar un regalo

La verdad es que intenté comprar regalos en el Mall Plaza Vespucio, pero me dio asco. Sé que un viernes 24 no es el día indicado para ir a ver regalos. Estaba repleto de gente y era obvio que así fuera. Todos se paseaban con bolsas entre las manos y no había ningún local desocupado. Estaban desesperados, comprando a última hora, como si el mundo se fuera a acabar.

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Yo quería comprar unas cartulinas pequeñas de colores que venden en Village. Un guardia me dijo que Village cerró. Las tarjetas navideñas no me gustan porque aparecen mensajes estúpidos y no dejan ni siquiera un espacio decente para escribir algo con dedicación. En Media Naranja, un local del shopping más o menos parecido a la tienda anterior, sólo venden peluches y esas cartas prefabricadas. Pensé en ir a Lider. Llegué y estaba lleno. Había filas larguísimas en las que, como mínimo, se lograba pasar por caja tras casi una hora de espera. Y yo no estaba dispuesto a eso.

Llegué a la casa con las manos vacías. Tampoco tenía mucha plata, sólo diez lucas con las que pensaba comprarle algo a mi polola, Nicole. No encontré nada interesante que pudiera regalarle. No me interesa obsequiarle a nadie cualquier objeto sólo por obsequiárselo. Entiendo que esa no es la idea, aunque, en realidad, pocos se ponen a pensar en cuál es la idea de regalar: sólo regalan.

imageMi papá me preguntó si había comprado algún regalo. Yo le dije que fui al Mall Plaza Vespucio, pero que no compré nada. Quizá me equivoque, pero vi cómo se sorprendió por mis palabras y, luego, lo noté un poco afligido. Yo me quedé conforme con el intento de ir con diez lucas hasta el mall, de buscar un regalo que no encontré, quizá no en la mejor de las fechas –en la peor, en todo caso­–, y de mamarme un choque entre un micrero y un taxista, cuando venía de vuelta.

No sé quién habrá tenido la culpa, pero el taxista quería “cobrar parte” rompiéndole el vidrio delantero del bus. Quedó la escoba, la gente le gritaba que se fuera a hueviar a otro lado, que estaba loco, que cómo podía pensar en pegarle al vidrio sin prever las graves consecuencias que podría significar terminar con uno o varios pasajeros con un vidrio incrustado en el ojo y sangre esparcida por todos lados. image

Yo me quedaba callado y observaba como un simple espectador. En esos instantes pensaba que la mayoría de las señoras que le gritaban insultos al taxista serían las mismas que lo hubieran defendido si hubieran sido pasajeros de él. En fin, así es la vida. Así es la gente. Así es Navidad: Súper patético. Felicidades.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Por el marco de mi ventana

Siempre encuentro fortaleza en mis ratos de soledad, mientras observo por el marco de mi ventana hacia el espacio habitado por los árboles a medio morir, la maleza descuidada y el pasto amarillento que cubre el suelo, dejado a la mano de Dios, quemado por el paso de los días. Ese lugar ha sido una postal cotidiana de tardes soleadas. En esa dirección mi mente divaga por pensamientos profundos, digresiones ligeras y angustia vital.

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Un día como tantos otros, coloqué un cojín en el marco del ventanal y me apoyé mirando hacia fuera. Una vez allí, giré, alargué mi brazo hacia el escritorio, tomé Sunset Park de Paul Auster, miré un momento hacia el horizonte, respiré profundamente –quizás no del aire más limpio de todos pero, al menos, algo distinto–, bajé la mirada, y leí. Así me pasé un par de horas hasta que me di cuenta de lo siguiente: soy un amante del silencio. Sólo se oye el cantar de un zorzal, o el sonido del viento marchar a paso rápido, y eso me tranquiliza.

Lo que se ve por el marco de mi ventana yo le llamo el peladero, porque no es más que eso: un terreno pelado, desprovisto de vegetación. Pero no siempre fue así. Antes estaba poblado de árboles de troncos gruesos, uno al lado del otro, y juntos formaban una arboleda, que desde lejos se asemejaba a un bosque, pero nunca para tanto.

En invierno, producto del viento y la lluvia, algunos fueron cayendo, y otros que parecían no darse por vencidos, se transformaron en una amenaza, pues podían desplomarse sobre el techo de mi casa. Decidieron, entonces, echarlos abajo. Eso fue un despropósito. Lo digo ahora, después de pasado tanto tiempo, porque cada vez que miro por mi ventana S7303600intento imaginarme cómo se vería ahora cientos de árboles juntos cuya composición tiñera de verde el panorama que reflejan nuestros ojos. Sería increíble.

Dicen que ocuparán ese terreno para construir edificios de un nuevo proyecto inmobiliario. Espero que para ese momento yo no esté viviendo allí. Me quedo con la imagen de las tardes soleadas mirando hacia la ventana, buscando por largo rato que el viento se detenga, o que el tiempo se estanque de pronto –aunque más de alguna vez lo logré–, o qué se yo, quizá esperando nada.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Un centenar de pensamientos y otros miles que no están escritos

Ya son 100 los pensamientos que he escrito en este espacio. No sé si es mucho… o si es poco, pero eso da lo mismo. Lo importante es el valor que le atribuyo a este rincón que sirve de desahogo para un joven estudiante de periodismo, próximo a cumplir los 21, que le aburren las noticias y que prefiere mil veces los libros.

imageMe imagino lo que sucedería si todos los seres humanos que habitan en este planeta tuvieran un espacio similar a éste, en el que escribieran sus pensamientos con tal normalidad –adquirida por la costumbre– que fuera una cuestión imprescindible dejar plasmadas en algún lugar sus historias cotidianas.

Si todos imageescribiéramos, la historia la relataríamos nosotros, y no los libros de historia que escriben los historiadores, los que ganan las batallas, o los que las pierden y quieren dar, agónicos, el último ataque. Dejaría de ser fecha, períodos y procesos  y se entendería como la mirada peculiar de la gente imageque vivió en un tiempo determinado. Los libros de historia se cambiarían por novelas.

Si todos escribiéramos, el mundo adquiriría un tinte distinto, porque nadie contaría las cosas por nosotros y los personajes de siempre desaparecerían de la escena cotidiana, pues sería cada individuo el protagonista de su propia aventura.

Si todos escribiéimageramos, nos desahogaríamos de las presiones que sufrimos diariamente; denunciaríamos las injusticias de las que somos testigos, las revelaríamos en un escrito, y luego, de voz en voz, como una avalancha que va creciendo y que culmina en una acción concreta, manifestaríamos nuestro descontento como hombres conscientes.

Si todos escribiéramos, viviríamos más lúcidos que de costumbre y las acciones equívocas de hoy intentaríamos que fueran acertadas para el mañana… Si todos escribiéramos, el mundo sería distinto.

martes, 14 de diciembre de 2010

Una llamada perdida

En medio de mis pensamientos un tanto entorpecidos por la presión típica de los últimos días de clases y la época de exámenes, creía no tener tiempo de escribir ni de pensar en nada que no fuera de la Universidad, pero de repente, mientras sacaba la vuelta, me acorde de una cuestión que, de primera, me avergüenza, pero que sucedió hace tanto años ya que, en realidad, no tiene sentido avergonzarse, sino que mejor recordarlo, como ocurre con todo, o casi todo.

Se trata de los amores que vivía en secreto, cuando era un niño de 13 o 14 años. Puede parecer que seis años no es mucho tiempo, pero, de cualquier forma, ha pasado tanta agua bajo el puente que las cosas de ahí a entonces han cambiado sobremanera y poco queda del pequeño niño que todos conocían, aunque, claro, siempre queda algo. Más de una vez tuve un amor que no compartí con nadie, que lo mantuve guardado, y que allí se quedó hasta desaparecer.

imageMe gustaba una niña de mi curso. Ella era morena, bajita, nariz respingada y de un cuerpo bastante desarrollado para su edad. A mí me gustaba. Y mucho. Pero siempre he sido cobarde, extrovertido cuando ya he adquirido cierta confianza en alguna situación particular, pero todo lo contrario, incluso tímido, cuando sé que nada depende de mí, que mis acciones pueden tener un efecto insospechado en los demás. Eso, a veces, a uno lo cohíbe, sobre todo cuando le gusta tener todo bajo control. Más aun en el tema amoroso, donde todo ese impredecible.

Acercarme a ella y decirle “me gustas”, era, para mí, un hecho inconcebible, que sólo me azotaba como una idea tentadora a cada milésima de segundo y durante todo el día. “Y qué le diría después”, me preguntaba: “Quiero estar contigo”, pero ¿y si a ella no le gusto? Cómo podría yo adelantarme así sin siquiera dejar en claro que siento algo por esa mujer a quien le digo que “me gusta” y sin tener la certeza de que ella quiere estar conmigo.

¿Por donde empiezo? ¿Sabrá ella que me gusta? ¿Cómo se lo digo? Esas preguntas me hacían daño, pero me las repetía una y mil veces a ver si extraía un plan suficientemente razonable como para llevarlo a la acción, pero nada. Pensaba en decírselo de cerca, muy de cerca, en el oído. Cuando me despidiera de ella de un beso en la mejilla le diría “me gustas”,  y luego me subiría a la micro que tomaba todos los días para volver a mi casa. Debía calcular con precisión que justo en el momento en que le dijera en su imageoído, al momento de despedirme, “me gustas”, la micro debía estar detenida frente al colegio para poder subir sin vacilar y arrancar, literalmente, hasta la punta del cerro.

¡Pero qué estupidez! me decía después, y ahora con mayor razón, ¿cómo pretendía hacer algo así? Ella me creería una persona desequilibrada, casi sicópata. Cómo decirle “me gustas” en el oído sin siquiera, por último, haberle enviado una señal previa que le advirtiera algo, no sé, para que estuviera preparada a escuchar una frase tan directa como “me gustas”. O quizá ni siquiera lo hubiera entendido, seguro hubiese creído que era una broma más de esas que se hacen siempre entre los compañeros de curso. Por dios, cómo cresta pensaba finiquitar de esa manera una cuestión tan importante. Qué poca sutileza, dios mío.

Pero pasaban los días y no me podía sacar de mi pensamiento la posibilidad de declararme ante ella. De decirle, por fin, “me gustas” y que ella me respondiera “a mí también me gustas”, y que yo le diera un beso, y que ella no se resistiera, y que todo se consumara. Nada de eso. Por las tardes, mientras mi hermano estaba en el colegio y mis padres trabajaban, me pasaba tardes enteras en mi casa escribiendo y volviendo a escribir en un papel ordinario una conversación telefónica donde yo, finalmente, me declaraba. Sí, pensaba llamarla por teléfono y contarle todo. Era un cobarde que sólo tenía coraje para expresar su voluntad a través de un aparato telefónico y a varios kilómetros de distancia.

Cara a cara no podría hacer algo así. No tenía las agallas. No me quería arriesgar. Tanto así, que la nota que preparé, que leí y que releí miles de veces antes de llamar a su casa, tenía anotada las eventuales respuestas que ella daría a esa conversación que yo había pauteado como un guión preestablecido. Era un ingenuo, o un estúpido, mejor dicho, al creer que ella iba a estar dispuesta a escuchar mi declaración de amor por teléfono. image

Hasta que la llamé. El teléfono sonaba una y otra vez. Mis manos sudaban. Deseaba con todas mis fuerzas que no contestara nadie para yo quedarme tranquilo con ese discurso de auto complacencia: “hice todo lo que pude pero no se pudo”, cuando en verdad estaban todas las energías puestas en que no sucediera, en que no contestara. Y no sucedió. Tal como esperaba que pasara, nadie contestó. Intenté lo mismo al día siguiente, y al otro, y al otro. El número era el correcto. Debía ser buena para salir de casa, me decía. Quizá tenía mil pretendientes más y yo como imbécil trataba de contactarme con ella, para contarle todo con la esperanza, al fin y al cabo, de que ella me quisiera a mí. Creía que lo que tenía que decirle era tan importante como para quitarle minutos de su existencia. Para ella podría no significar nada.

No hay caso, nadie contestaba. Pero un jueves por la tarde contestaron. Era su mamá. Le pregunté por Pía, así se llamaba. Me dijo que esperara un momento. En ese instante, sostenía con mis manos sudorosas el papel que me ayudaría a empezar. Era la única compañía, el único pilar en el que podía sostenerme, sin el papel era hombre muerto. Pensé en cortar el teléfono, en que todo esto era una tontería, que no podía hacer algo así, que era una estupidez de principio a fin. Sin embargo, algo me mantenía allí, incólume.

“¿Aló?” dijo de pronto una vocecita aguda, tan delgada que parecía que se fuera a desvanecer. Era ella. “Hola” contesté yo. “¿Quién es?” preguntó. “Esteban, tu compañero”, le dije. “Ah, Esteban, cómo estás". “Bien”, le dije yo, “te quería pedir un favor”. “Sí, dime”. “¿Tienes el cuaderno de matemáticas con apuntes?”. “Sí, siempre tomo apuntes”, dijo con total naturalidad. “Es que yo no apunto nada, ¿me lo puede llevar mañana? Necesito estudiar para la prueba del jueves”. “Sí, ningún problema”. “Listo… Era eso solamente… gracias… que estés bien… cuídate… Y le corté.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Para que volvamos a ser niños

Una canción para soñadores. Soy un soñador compulsivo.
Aquí te traigo un volantín
Para que lo eleves y vuele tu pena.
Aquí te traigo escrito en papel volantín,
Un poema que dice que quiero volverte a ver,
A ver sonreír.

Y que es mentira que no se puede viajar por el tiempo,
Y que se puede ser niños más de una vez,
Y que el amor es tan fuerte como el viento,
Y la tristeza tan frágil como un volantín.

Coro:
Vuelve ser niña conmigo,
Vuelve a sonreír,
Deja que vuele tu pena junto al volantín,
Vuelve ser niña conmigo,
Vuelve a sonreír,
Deja que vuele tu pena.

Y ahora que somos niños,
Subamos al volantín,
Sobrevolemos el mapa,
El mapa de lo que llaman país,
Y transformémoslo entero,
Que para eso somos niños, de nuevo.

Y hagamos de la pasta base una cazuela,
Y hagamos de cada McDonald una ramada,
Y hagamos de cada juzgado un cine,
Y hagamos de cada disco una peña,
Y hagamos de cada furgón policial un carro de carnaval,
Que diga que vamos a celebrar una nueva constitución,
En papel volantín.

Y que todos vuelvan a ser niños con nosotros,
Que Chile aprenda de nuevo a leer y a escribir,
Y que yo seque tus lágrimas,
Y tú me seques las lágrimas,
Que Chile se seque las lágrimas,
Con papel volantín.

Edgar Malebran

viernes, 10 de diciembre de 2010

Los grandes hombres son distraídos

Admito, sin discusión, que soy un hombre distraído. Ya me lo han dicho en varias ocasiones, cuando mi descuido ha quedado en evidencia. Me concentré en una frase que leí por ahí y que no he podido sacar de mi pensamiento: “Los grandes hombres son distraídos”.

imageUn profesor de periodismo, al cual estimo mucho, una vez me enseñó a caminar y a mirar al mundo al mismo tiempo y en todas direcciones, siempre atento a lo que ocurría a mí alrededor, a las conversaciones ajenas, a los rumores de pasillo, a cualquiera suceso curioso, porque incluso, me decía, los que a simple vista parecen insignificantes, tienen una veta atrayente, valiosa, y a veces cómica, que no se puede pasar por alto.

Ésos son los momentos que deben ser contados, los que la gente comúnmente ignora, y que están allí, frente a nuestros ojos. También recuerdo perfectamente cuando me dijo que no me olvidara de mirar hacia arribimagea, al cielo, porque allí también ocurren cosas, pero que nosotros, acostumbrados a ver sólo puntas de edificios y cables atravesados, no observábamos más allá de nuestras narices.

Él me enseñó muchas cosas, y entre ellas, a ser un hombre curioso, que camina por las calles observando detalles que no figuran en la vida de un hombre moderno. Como, por ejemplo, fijarse en las miradas de los transeúntes, en sus gestos, en sus vacilaciones, todo aquello que sirve para jugar a adivinar lo que piensa Fulanito de Tal: si en matar a alguien, si en ir de farra por la noche, si en juntarse con la amante, o si en llegar a casa a descansar. Cualquier pensamiento está permitido en la mente humana, otra cosa es cuando los conviertes en hechos.

imageUna persona medianamente interesada en lo que está leyendo, diría que hay un error semántico, porque no puede ser que, por un lado, diga que soy distraído, y que por otro, que camino atento de lo que pasa a mi alrededor. La verdad es que a veces difiero un poco de lo que dicen los diccionarios. Yo entiendo por distraído a quien anda por la vida pensando en cuestiones que no parecen ser de este mundo, quien se escapa de la órbita espacial impuesta por el espacio delimitado y del tiempo -que es siempre tan escaso-, y quien, además, como dice Moltedo, se queda viendo pasar el viento por la esquina.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Las tijeretas conquistarán el mundo

Desde hace los últimos cuatro años ocurre lo mismo y en la misma época, casi siempre a comienzos de verano. Esta vez no fue la excepción. Se esconden durante el día en grietas, hendiduras, en los rincones más ocultos y aparecen en la noche, tras dejar las madrigueras subterráneas donde habitan. Partieron por mi casa, ya se tomaron mi cocina y terminarán luego por mi pieza. Las tijeretas aparecieron otra vez. Y ahora piensan conquistar el mundo. Menos mal no comen libros.

imageCuando entro a la cocina, pasada la media noche, las veo pasearse como Pedro por su casa, con sus pinzas robustas y su cuerpo castaño oscuro y aplanado. Caminan con movimientos rápidos, por el suelo, por el lavaplatos, por encima de la mesa, por detrás del refrigerador, por entremedio de los cajones, no hay lugar por donde les sea imposible pasar. En el peor de los casos las encuentro escabullidas entre medio del pan. El otro día, por ejemplo, destapé el azucarero y allí me encontré con una. No sé cómo fue a parar allí.

Confieso que no soy amante de los insectos. La mayoría me provoca rechazo, incluso temor. Cada vez que entro a la cocina, prendo la luz y las veo allí muy campantes, me recorre un escalofrío que parte por la punta de los pies, que me sube por la cabeza y me estremece por completo. No es miedo, o puede que sí. Más que nada es una combinación entre asco y repugnancia, y no puedo evitarlo.

Ayer por la noche colapsé. Estaba en la cocina y las vi por todos lados. Unas que se asomaban por debajo de los muebles y otras que se comían una barata gigante. Las que permanecían quietas me desesperaban, porque no sabía si estaban muertas o dormidas. Experimenté esa sensación desagradable. Las tijeretas, por su forma, su color, su aspecto, no me ayudaron tampoco a ser más considerado. Pero no, yo tuve la culpa. Me convertí, de un momento a otro, en un asesino: las mate a todas, una por una.

imageCuando llegué a la última víctima, envuelto en una mezcla de desesperación, angustia y nervios entrecruzados que provocaban cortocircuitos en mi mente, tomé un cuchillo y la partí por la mitad y luego le corté la cabeza. Como todo buen criminal que sabe lo que hace, lavé la evidencia -el cuchillo-, lo enjugué y lo guardé en el cajón de los servicios. Me fui hasta mi pieza y me acosté, mientras la tijereta continuaba, a pesar de todo, retorciéndose de dolor. Mi mente, enfrascada ya en el cuarto sueño, comenzó a divagar con imágenes que poco a poco perdían sentido.

Me acordé vagamente, ya somnoliento, que mis padres llamaron al control de plagas para combatir la abundancia de insectos que cada año invaden mi casa, aunque disculpen la vacilación, quizá seamos nosotros los invasores. Mi hogar está ubicado justo al lado de un peladero, y allí es donde normalmente estos escarabajos conviven a sus anchas. En fin, será una especie de masacre colectiva, quizás la más grande de todos los tiempos en la historia de las tijeretas, y quedará registrada así en los anales de la prensa tijeretiana.

Caí a los pies de Morfeo y me convertí en testigo vivencial de la tragedia: Más de tres mil insectos perecieron bajo los efectos del gas demoledor. Las tijeretas sobrevivientes comenzaron a organizarse, y esperaron el día de la venganza. Como en las historias de ciencia ficción que relatan Philip K. Dick o Clifford Simak, las tijeretas, por alguna razón inexplicable, aumentaron enormemente su tamaño y superaron con creces el de cualquier ser humano de estatura media. Querían conquistar el mundo, y yo fui la primera víctima.

imageComo protagonista de una de las peores.pesadillas concebidas, aparecieron en mi pieza. Les expliqué, cobardemente, que no hice nada, que no fui yo quien las mató, que fueron mis padres quienes llamaron a los fumigadores. Que yo, si bien les hice daño, no tuve nunca malas intenciones. Pero no tenían piedad conmigo, como yo no la tuve con ellas. Me llevaron hasta la tijereta Reina, ubicada en lo más profundo de sus madrigueras subterráneas, que inexplicablemente también aumentaron de tamaño, y yo continuaba suplicándoles que no me hicieran daño. Frente a la madre de todas, custodiada de soldados y ante la mirada de miles de tijeretas, me cortaron por la mitad y luego partieron mi cabeza, la cual fue servida como bocado para alimentar a la tijereta Reina. Así se hizo justicia. Y fue el principio del fin del mundo. De pronto, desperté, agitado, y yo y mis libros, menos mal, permanecían intactos.
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Los créditos por la última fotografía a:
http://necrowall.blogspot.com/2008_09_01_archive.html

domingo, 5 de diciembre de 2010

El Chacal de San José

Es imposible entender estas fotografías sin contar la historia que hay detrás. Todo momento tiene un trasfondo, aunque, a veces, no vale la pena empezar a buscarle el sentido cuando es evidente, cuando es explícito. Saramago lo dijo una vez, si hay que buscar el sentido de la música, de la filosofía, de una rosa, significa que no estamos entendiendo nada. Pero basta de digresiones.

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El lugar que aparece en la fotografía, como todos los lugares, tiene su historia. Le llaman la choza del Chacal de San José. No se trata, hasta donde sé, del Chacal de Nahueltoro ni nada parecido, sino de mi tío, que decidió dejar las calles, los edificios, la población numerosa de la capital, el frenesí típico de una ciudad insertada en el mundo globalizado y, si cabe el término, víctima de las exigencias de los tiempos modernos, para internarse entre los cerros y los ríos de un pueblo rural donde alcanzan a llegar sólo los vestigios del mundo agitado, y donde el tiempo se diluye por completo, y de pronto, se detiene, y luego avanza, pero más lento. Y ahí se queda.

Cualquier mortal que vive de los placeres terrenales de esta realidad materialista, o que vive para morir, no lograría entender esta historia, porque se trata de un hombre, mi tío, dueño de esa humilde morada que aparece en la fotografía más arriba, que dejó de lado el deleite de los bienes comunes y fue en busca de otros, más espirituales, más idealistas, si se quiere, y lo consiguió. Para algunos eso sería inconcebible, una locura, un despropósito. Para otros, el camino que todo ser debiera seguir para encontrarse consigo mismo.

Le hago un flaco favor a mi tío si comparo su vida con la del Buda33, porque lejos están de parecerse, pero, si en algo coinciden sus caminos, es en que ambos renunciaron a algunos de los placeres del mundo. Buda se convirtió en un asceta; mi tío, en una especie de ermitaño a medias. Dejó las comodidades de las que alguna vez disfrutó: su casa, su auto, su moto, su trabajo, en fin, y subió a los cerros sin nada más que él y su consciencia.