jueves, 24 de febrero de 2011

Introducción de una huida por aires sureños

Escapar de la ciudad y de quienes la habitan. Arrancar lo más lejos posible de la tontería habitual a la que estamos acostumbrados y de la que somos parte sin quererlo. Alejarse a cientos de kilómetros de lo que queremos evitar a toda costa… Huir es casi siempre una idea a medias, lejos de concretarse, a veces inconcebible, limitada por  circunstancias que pueden ser desfavorables, pero jamás determinantes: Huir es siempre una tentación.

S7304010

A ojos del hombre mediocre -ese que por costumbre se siente como todo el mundo y que sin embargo no se angustia por ello-, huir es cuestión de cobardes que escapan de sus problemas para no afrontarlos. Pero huir también es de valientes. Dejar todo atrás, aunque sea por un momento, incluso por un instante, es digno de admirar, porque quien escapa no le teme a lo desconocido ni al desenlace de su decisión tomada. Y quienes reniegan de todo eso, son cobardes, porque prefieren continuar por la senda del conformismo, de la monotonía y de la rutina -que no deja de ser nociva-, y creo no equivocarme cuando digo que el mundo es de los que se atreven.

Mi historia es la historia de todos los que un día cualquiera decidieron escapar bien lejos para aventurarse en su propia hazaña. No importan los puntos de partida ni los de llegada. Tampoco quiénes ni cuántos. Mucho menos a dónde ni por cuánto tiempo. Lo que importa es el viaje mismo, es atreverse, con eso ya es suficiente. Mi viaje comenzó en el terminal de Santiago y terminó, en rigor, en Puerto Montt; partí con mis amigos de la infancia, que son siete, más una compañera que formó parte del grupo: en total fuimos ocho; duró tan sólo 15 días, una semana y algo más, pero significó una eternidad para todos nosotros.

Partimos un domingo seis de febrero a las 23.30 de la noche, cuando el bus que estaba programado para esa hora partió sin ninguno de nosotros a bordo. Con un comienzo así previmos todo nuestro viaje sería una locura, y no nos equivocamos. Avanzamos en mochidirección al sur de nuestro país a bordo de camionetas, camiones, furgones, autos y buses. Cruzamos en alguna ocasión mares hacia islas pequeñas a través de botes y barcos pequeños, de madera y ventanitas chicas. Pasamos sed, a veces, y muy pocas hambre. Vivimos con lo justo y con lo puesto, como se tiene que vivir.

Conversamos con hombres de lengua suelta, habladores compulsivos, otros más discretos, hasta misteriosos, huasos "mutros", borrachitos, pseudomúsicos, flaites de buena fe, oriundos del sur, viajeros adiestrados, patiperros ambulantes, turistas, extranjeros, y mucha gente más que quedó en el camino. Conocimos plantas exóticas, flores y colores, lagos y playas, volcanes (a lo lejos), pueblitos olvidados, ciudades pintorescas, el sol a medio día y al atardecer, fogatas a media noche, luna llena y cielos estrellados. Nadamos por todas las aguas, bailamos al calor del fuego, cantamos al ritmo de la guitarra y el djembé, gritamos a los cuatro vientos, corrimos y saltamos cuando quisimos, bebimos y nos emborrachamos cuando se nos dio la maldita gana, alucinamos en un momento, y reímos, también peleamos, nos reconciliamos, nos saludamos cada mañana, y una noche como muchas otras, nos despedimos.

"La hicimos, cabros", dijimos, nos dimos un apretón de manos y un abrazo con fuerza. Unos se subieron al bus y otros quedamos abajo. Pero, tarde o temprano, todos regresamos, de pronto y sin anticiparlo siquiera, a la capital, al Santiago de siempre, con su calor hostigante, sus calles sumochi2cias, sus avenidas contaminadas, sus señores enojados, deprimidos y angustiados, y sus jóvenes felices y desorientados. Volvimos a la realidad, luego de vivir, por un período que no conoció tiempo alguno, una de las huidas más enriquecedoras de nuestras vidas.