martes, 30 de noviembre de 2010

Yo también quiero el mejor trabajo del mundo

Agradezco al destino -si es que existe o si realmente es el responsable de lo que voy a decir- por haberme puesto en el camino, a mis 20 años, a Francisco Mouat y su taller literario, porque allí me he acercado a los libros y a las palabras, he aprendido amar al arte y a la literatura, he conocido a personas con mundos e historias distintas, que me transportan, una vez a la semana, a una realidad diferente, de la cual no quiero escapar. Y, por último, porque allí descubrí que quiero vivir con los libros.

imageLeí la crónica que publicó Francisco Mouat en la revista Sábado de El Mercurio la semana recién pasada, titulada El mejor trabajo del mundo, y me inspiré. Pancho relata la historia que lo llevó hace cuatro años a crear el taller literario que hasta ahora imparte. Un amigo suyo, Somalo, le mencionó la idea sin sospechar siquiera que se fuese a concretar.

Cualquiera querría tener ese trabajo, no el de Pancho, precisamente -porque cada cual buscará el que más le guste y enriquezca- sino el mejor trabajo del mundo, ese que fuera capaz de entusiasmar y movilizar a todos los habitantes de este planeta mediante un motor cargado con satisfacción, goce y plenitud por lo que se hace de buena de gana.

Me imagino que Saramago alguna vez pensó en una ciudad donde cada uno de sus habitantes tenía el mejor trabajo del mundo, y desarrolló una historia a partir de esa idea. Pero no lo concretó en un libro, porque no tendría nada de caótico un relato con esas características, al contrario, en ese mundo se describiría una realidad en la que reinaría la felicidad de quien se levanta cada mañana con una sonrisa, con las ganas de trabajar en lo que le gusta, y Saramago no escribía precisamente de eso.

Yo no escapo, por cierto, de aquel propimageósito, aunque muchos se han rendido y no aspiran a él por miedo a no alcanzarlo, por desidia, o por tontería genuina a creer que eso sólo está reservado para unos pocos privilegiados, y que los demás están destinados a tener que conformarse con vivir para trabajar, y en lo que no les gusta. Yo viviré de lo que me gusta, que son los libros y las letras, porque, tal como dice Pancho, prefiero vivir que trabajar.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Soy pesimista: La universidad es cuna de la ignorancia.

Guardé silencio durante toda la reunión. Algunos de mis compañeros de periodismo de la universidad fueron invitados, al igual que yo, a conversar con la nueva decana de la Facultad de Comunicaciones. Ella, Eliana Rozas Ortúzar, convocó a algunos de los estudiantes de la escuela para conocer sus inquietudes con respecto al funcionamiento y al desarrollo de la carrera en sus cortos cuatro años de vida.

imageLas críticas que emitieron mis compañeros fueron en su mayoría predecibles. Casi todas apuntaban a lo mismo: Falta de motivación de parte del estudiantado, falta de profesores comprometidos, falta de organización a nivel de la escuela, falta de implementos tecnológicos, y muchas faltas más. Yo escuchaba atento y a ratos perdía el control de mis impulsos, me desesperaba, pero guardaba silencio, intentaba mantenerme tranquilo, quería escapar. Mis planteamientos divergían de los argumentos que entregaba la mayoría, aunque algunos, por supuesto, no dejaban de ser aceptables e incluso discutibles. Pero de eso no voy a hablar ahora.

Una hora y media, un poco más, casi dos horas, no recuerdo con precisión, estuve en la sala de consejo, y con mi boca cerrada. Un buen día aprendí que debía hablar sólo cuando fuera necesario hacerlo, y ahora no lo consideraba pertinente. Si me hubiesen apuntado con el dedo y me hubieran obligado a proferir alguna opinión, hecho que, por cierto, no sucedió, hubiera dicho algo más o menos así:

image“Mi nombre es Esteban Acuña y curso tercer año de periodismo. Yo, decana, diverjo de la mayoría de los planteamientos de mis compañeros, y no porque no considere sus alegatos como válidos, muchos sí lo son, otros están de más, pero, para mí, la universidad es un medio, y no un fin”.
A mi juicio, con estas palabras quedaría claro lo que pretendo decir, pero no me cabe la menor duda que para la nueva decana eso no sería suficiente, querría saber más y me preguntaría: ¿A qué te refieres? Yo le respondería lo siguiente:

“Decana, la universidad, para mí, es una de las herramientas con la que construyo mi propio camino. Y no es más que eso. No tiene sentido apuntar a una institución como la culpable de mi propia ignorancia. Tampoco puedo esperar más de una empresa que, como cualquier otra, tiene como propósito ser rentable, y que no se preocupará por mí si una vez que egreso no encuentro trabajo. ¿Entonces, por qué debiera preocuparme yo por ella?”.

Yo no voy a intentar cambiar esta situación en particular –y no sólo porque sería en vano intentarlo si quiera –sino porque debería empezar por cambiar todo este sistema. La universidad hace tiempo dejó de ser cuna del conocimiento y de la reflexión, si es que alguna vez lo fue. Prefiero buscar poimager otros lados –y gracias a la literatura me di cuenta a tiempo-, mientras los demás culpan al sistema de su propia tontería.

El cambio no tiene por qué venir de las instituciones, sino de las personas. Yo no pierdo mi tiempo. Podrían decirme que soy un pesimista, y a mucha honra lo soy; los optimistas, como dice Saramago, “los optimistas están encantados con lo que hay”.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

El tiempo pasó sin dar aviso

Por más que me lo he preguntando no he sabido responder con certeza el día preciso en que por causas desconocidas dejé de armar esas historias de personajes inanimados que mantenían mi mente ocupada cada cierto tiempo. Tampoco me acuerdo cuándo fue que los escondí definitivamente para siempre en un cajón perdido en el último rincón de mi pieza. Desconozco en qué momento quedaron completamente olvidados por el paso infranqueable del tiempo. Debo hacer memoria.

jugueteAquellos objetos atractivos con que se entretienen los niños fueron, en algún momento de mi vida, una suerte de inspiración inconsciente en la que me sentía dominado por una fuerza otorgada por la impresión –porque no fue más que eso- de que podía manejar a mi arbitrio el desenlace de unos personajes de plástico, que no tenían más valor que la vitalidad que yo mismo les otorgaba. Era lo único concreto que podía manejar a esas alturas de mi vida. Tenía sólo siete años.

Me pasaba tardes enteras posicionando mis juguetes en filas distintas que se dividían entre buenos y malos, fuertes y débiles, valientes y cobardes. Así no más, como si el mundo fuera así de sencillo. A los más pequeños y menuditos los hacía combatir entre ellos para evitar que se enfrentaran con la fuerza de los juguetes gigantes, esos que siempre ganaban las batallas.

Por aquellos años, donde mi mundo se reducía a historias de “monitos” de plástico, no concedía de ninguna manera que los personajes más grandes fueran a hacer uso de su fuerza en desmedro de los más débiles. Pero con el correr de los años comprendí que la vida está repleta de injusticias que son habituales.

Poco a poco estas historias se dejaban llevar por fuerza de la costumbre y culminaban, la mayoría de las veces, en luchas gigantescas, masacres sanguinarias, donde todos terminaban muertos y, en las menos, salvaba uno ileso, el héroe que merecía seguir vivo según el criterio precoz de un niño de siete años. Pasé largo tiempo cambiando los rojuguewweles de los personajes e inventando guiones nuevos, hasta que un día me dije: “Los buenos dejarán de ser los buenos y los malos dejarán de ser los malos”.

Invertí los papeles. Yo consideraba que era lo más justo. Creía que los buenos también tenían un lado siniestro y que podían dejar de serlo si se aburrían de ello, como el personaje malvado que no podía dejar de guardar en lo más profundo de su ser una pizca de humanidad, que emanaba de repente hasta donde fuera posible.

Recreaba, mediante mis historias, la escena cotidiana de un mundo donde los buenos se confunden con los malos y los malos se camuflan entre los buenos. Y al final, entre medio de esta confusión, se apunta con el dedo a los honestos, y a los canallas, bien maquillados, se les aplaude con fuerza. En eso se lleva la vida, lamentablemente.

Hasta que me aburrí de la rutina. Pero yo no me rendía, no quería dejar de jugar. No quería dejar de lado a mis juguetes de plástico. Existen pocas experiencias tan tristes en la vida como la de sentir que uno está creciendo y que los juegos de niños son cosa de niños, y que uno ya debe acostumbrase a eso que le llaman “cosas de grandes”, que no es más que formar parte de un sistema que te estruja hasta los huesos.   image 

Me rendí. Los guardé finalmente. Recordé, de pronto, el relato del poeta viñamarino, Ennio Moltedo, “El Emporio Noziglia”, que trata de la historia un niño –igual o parecido al que alguna vez fui– que había soñado durante mucho tiempo tener en sus manos una lancha metálica que veía todos los días desde la vitrina de una tienda de juguetes, pero que le era inasequible. En Navidad, le regalaron dinero, compró su juguete y lo echó a andar en la tina de su casa.Terminada la cuerda, la lancha se detuvo”, y el niño se dio cuenta que ya había crecido. Los años habían pasado sin que él se diera cuenta. Así fue como como me pasó a mí.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Cosas que pasan, lecciones a medias

Me acordé de la frase de un libro que se llama “Historias con excesos”, de Luis Jai. Dice así: “Uno sólo sabe que fue suficiente cuando ya fue demasiado”. Esas palabras se quedaron en mi mente como cuando uno encuentra de pronto la verdad de un misterio que creía indescifrable, y nunca más la olvida. Yo he cometido muchos errores y varias veces. No me ha bastado con una, ni con la tercera, que es la vencida. He tocado fondo y recién ahí he dicho “ya fue demasiado”, pero nada más. El siguiente relato tiene un poco de eso.

unosolosabeHace ya cerca de un año, escribía con histeria un reportaje periodístico acerca de no sé qué. Se trataba de un examen que debía presentar al día siguiente. Trabajé hasta altas horas de la noche y, antes de echarme en la cama y conciliar el sueño que me estaba acechando hace rato, programé el despertador tres horas después. Cuando abrí lo ojos y vi un rayo de luz que atravesaba la persiana de mi pieza, típico de esos que aparecen al mediodía en época estival y que te indican que son cerca de las 12, me levanté desesperado de la cama. Debía haber estado en la U las 10 de la mañana.

No vale la pena mencionar en detalle lo que pasó. Lo peor de todo es que no me fue suficiente con una vez, y me tuvo que ocurrir de nuevo. Sé que suena exagerado, pero no tanto como para alcanzar ribetes de ficción. Esto fue de verdad. Y son cosas que pasan, no sé si a todos, pero a varios.

imageLa primera que pasé de largo fue para la cátedra de Historia, y me reprobaron. Repetí la “hazaña” con Redacción, y tampoco tuve suerte. Pero lejos de ponerme a llorar o lamentarme como idiota, lo vi desde un principio por el lado positivo. Maté dos pájaros de un tiro: Tuve un semestre más por cada ramo, y sin pagar de más. Prácticamente no me retrasé ningún año, y aprendí la lección, creo.

Ahora programo la alarma de mi celular y lo escondo debajo de mi cama. Aguanto el sonido lo que más puedo, hasta que desespero. Si quiero apagar el despertador me levanto de la cama, me recuesto en el suelo, estiro la mano y hurgueteo por debajo hasta encontrarlo, lo que me toma, fácil, unos dos minutos. Con todo eso ya estoy despierto. El otra día hice lo mismo, me tomó tres minutos, pero apagué el celular y seguí durmiendo.

martes, 16 de noviembre de 2010

El poder oculto del voto en blanco

¿Quién se ha puesto a pensar en lo que ocurriría si el día de mañana en las elecciones presidenciales los votos en blanco alcanzan la mayoría?

imageEl voto en blanco figura en los cómputos finales de las elecciones como una cifra expresada por minorías y, por tanto –como toda minoría–, es ignorada, apartada y no tomada en cuenta, hasta que, de pronto, por algún motivo hasta ahora desconocido, deja de ser minoría, se convierte en mayoría, y, curiosamente, vuelve a ser considerada por las autoridades por motivos que cualquier persona con dos dedos de frente y sin gozar de una asombrosa lucidez, podría inferir.

El voto en blanco es la expresión de aquellos que no se sienten representados por ningún candidato, pero que de todas maneras concurren hasta las urnas para ejercer su derecho, el  único, por cierto, que existe a estas alturas. Es también el voto que vociferan los vocales de mesa como parte de un protocolo irrenunciable, pero nada más que por eso. Si no lo nombran, si no mencionan esa cifra menor, nadie la reclama, nadie la exige, porque, en rigor, a nadie le interesa. Todos están preocupados por el cómputo que define al “ganador” de las elecciones.

Pero ¿quién se ha puesto a pensar lo que ocurriría si el día de mañana, en las próximas elecciones presidenciales, los votos en blanco alcanzan la mayoría? Dicho de otro modo, qué ocurriría, si de un momento a otro, ese voto que significaba un desecho inútil producto de un acción determinada, se transforma, de pronto, en la manifestación explícita de la población en su máximo esplendor.

imageHagamos ficción. Imaginemos que en las próximas elecciones presidenciales del 2014, postulan a a la presidencia Laurence Golborne, por la Alianza; re postula Michelle Bachelet, por la Concertación, y Marco Enríquez-Ominami, por cualquier lado.

A diferencia de todos los años anteriores, son las dos de la tarde y ningún ciudadano ha llegado hasta alguno de los centros de votación a sufragar. Las autoridades están nerviosas y no se explican por qué la gente no concurre hasta las urnas a esas horas de la mañana, como es de costumbre.

Comienzan a salir de sus casas todos los inscritos recién pasadas las cuatro de la tarde para ejercer su derecho al voto. Ya satisfechos, los políticos, al ver que sólo se trató de una eventualidad particular de ese año, y que podría figurar como anécdota en los próximos libros de historia, proceden al conteo de los votos. Pero la satisfacción y el regocijo de quien escapa de un problema termina abruptamente cuando se percata que viene otro, y advierten que del total de los votos emitidos, más del 80 por ciento son votos blancos.

Las autoridades comienzan a elucubrar que existe un grupo revolucionario y extremista que pretende socavar los cimientos de una democracia degenerada, cuando, en realidad, no existe otro motivo para votar en blanco que la desilusión de una población hacia una clase política desgastada y estropeada. Pero las autoridades al no estar dispuestas a ver la realidad, declaran estado de sitio, abandonan la ciudad, y ordenan a los militares resguardar las fronteras. Desde afuera comienzan a buscar a los supuestos culpables. Y si no los hallan, los inventan.

No me atrevería a aventurar que sucedería lo mismo que rimageelata con asombrosa inteligencia el gran escritor y premio Nobel de literatura, José Saramago, en su novela Ensayo sobre la lucidez. Es un hecho increíble. Pero si tuviera la seguridad de que la población, sin previo acuerdo, manifestaría su descontento de la clase política mediante el voto blanco, no me cabe duda de que yo, que no aparezco en la lista de los registros electorales, pues no me he inscrito por motivos que prefiero mencionar en otro momento –y para no alargar el relato ni hacerlo latero-, doy mi palabra que me inscribo, que voy a donde sea necesario, y que voto blanco. Que acción más notable sería esa.

martes, 2 de noviembre de 2010

Soliloquio: reflexión en voz alta y a solas

No me gusta caer en personalismos tan abismantes. Pero, al fin y al cabo, este es mi espacio, y no se trata aquí más que de la mirada particular que tengo acerca del mundo que me rodea, con sus limitaciones y todo.

imageHago esta aclaración porque sólo en ciertas ocasiones expongo los sentimientos y emociones que me abordan cada día. Prefiero, en cambio, relatar desde mis vivencias –que no son muchas a mis veinte años, aunque tampoco me quejo por ello– lo que yo considero que vale la pena. Y, sinceramente, no sé si lo que voy a contar ahora tenga el mérito para ser relatado.

Basura. Todo lo que dije antes no tiene ningún sentido si finalmente diré lo que quiera decir, y punto. Hoy fue uno de esos días en que uno se siente un poco inseguro. Yo ando por la vida con la frente en alto, convencido de lo que hago, o al menos creo estarlo, y eso ya es suficiente. Pero de pronto parece que todo deja de tener sentido, y ahí es cuando uno empieza a cuestionarse si lo que está haciendo es lo correcto, si va por el camino que lleva al lugar indicado.

imageSiempre he creído que lo mío es el periodismo, o al menos logré convencerme de eso. Estuve un poco más de un año inmerso en la vorágine del trabajo en terreno. Dicen que no existe mejor práctica profesional que trabajar en radio Bio-Bio, y ahora puedo decir que es verdad. Fue bastante tiempo para mí que tengo 20 años y curso recién tercer año de periodismo, pero fue sólo el comienzo de un recorrido que, ahora que lo pienso, no es el que quiero vivir para toda mi vida.

Soy de las personas que se resisten a vivir de lo que no les gusta. Y quiero ser sincero, no me imagino toda mi vida en una sala de prensa redactando noticias, con la presión de los jefes y los gritos descontrolados de algunos por sacar la información al aire. No. No es eso lo que quiero para mí. Ni tampoco me imagino como jefe en algunos de esos lugares.

imageMe gusta hacer lo que me satisface de verdad. Me gusta leer. Me gusta escribir. Estas líneas se tipiaron con una satisfacción enorme que se fue diluyendo mientras escribía estas últimas palabras.

Hace algunos minutos leía con calma uno de los autores que más me gustan. Y es allí donde encuentro mi plenitud, cuando me siento satisfecho. Por suerte, esto no es completamente ajeno al periodismo que yo persigo, que es el periodismo más inteligente, que se aleja un poco de la tontería habitual. Espero que esto no sea sólo un sueño, y que lo que pienso, lo que persigo y lo que quiero hacer para toda la vida tengan cabida en el mundo real.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Feria Internacional del Libro: Una inauguración a la fuerza

Los más normal que puede ocurrir cuando uno viene de visitar una feria del libro, y no cualquiera, sino la Feria Internacional del Libro, sería comentarle a sus más cercanos cuáles títulos le llamaron más la atención, cuántos se compró, cómo estaban los precios, etcétera. Digo que así, al menos, debiera ser. Porque lo extraño sería llegar contando que quedó la escoba, que dos tipos dejaron el despelote, y que carabineros ayudó a transformar la escena en un verdadero escándalo, haciendo honor al lema del escudo nacional: “Por la razón o la fuerza”.

imageAlgunos dicen que todo comenzó en el momento en que dos sujetos abuchearon al Presidente Sebastián Piñera cuando llegó hasta el Centro Cultural Estación Mapocho, lugar en que se celebran los 30 años del evento literario. Las miradas estaban atentas a cada uno de los pasos del mandatario, más que nada para ser espectadores de cualquier chascarro de esos que nuestro Jefe de Estado nos tiene acostumbrados, que de apreciar lo que cualquier persona apreciaría al ver al Presidente de su país.

Carabineros se enteró –quién sabe cómo– que unas personas emitían chiflidos a la figura del hombre que se supone más importante de Chile, e hicieron ingreso al recinto cultural. Identificaron a los responsables de “tan terrible acto”, y como vivimos en un país “digno de llevar y ostentar el emblema de la democracia y la libertad de expresión”, le solicitaron a los hombres a fuerza de empujones que se retiraran del lugar.

Lo cultural, lo educativo, lo formativo y todos esos adjetivos que debieran ser sinónimo de la Feria Internacional del Libro, se fueron a las pailas. Carabineros de Chile no aceptó que los homimagebres que decían ser escritores armaran un escándalo y pensaron, dentro de los límites claros que caracterizan a este tipo de personas, que la única forma de sacarlos del lugar era a punta de tirones.

Así se los llevaron, en medio de los gritos que aclamaban por más democracia. Otros que llamaban en vano a los medios de comunicación, “para que vean que ésta es la manera de actuar de carabineros”; y las víctimas, por otro lado, que pataleaban y lanzaban esas frases hechas, típicas de quien busca armar un show a propósito. “¡¡¡Libertad de expresión!!!”, gritaban y gritaban, mientras los arrastraban a duras penas por un largo pasillo que llegaba hasta la puerta principal.

Éstas se abrieron y sólo dejaron salir a los dos hombres, que seguían tirados en el suelo, acompañados de los cuatro carabineros. Se cerraron las puertas y el público quedó pegado a la ventana mirando cómo los uniformados, en un “acto ejemplar”, “digno de seguir”, pateaban en el suelo a los dos hombres que pedían por favor que se detuvieran.

imageDespués de todo esto, me quedé con la terrible sensación de creer que vivo en un país que enfrenta a patadas en la guata a quienes manifiestan su rechazo a las autoridades. Pero luego me contaron que el verdadero motivo de todo el alboroto se debió exclusivamente a que los tipos que ingresaron al recinto no tenían sus respectivas invitaciones, lo que por cierto, para mí, fue aún peor, porque ahora me imagino lo que me podría ocurrir si en algún momento me dan ganas de colarme por algún lado y me niego a retirarme ante la petición de carabineros. Si es por la razón o la fuerza, prefiero la razón.