martes, 14 de diciembre de 2010

Una llamada perdida

En medio de mis pensamientos un tanto entorpecidos por la presión típica de los últimos días de clases y la época de exámenes, creía no tener tiempo de escribir ni de pensar en nada que no fuera de la Universidad, pero de repente, mientras sacaba la vuelta, me acorde de una cuestión que, de primera, me avergüenza, pero que sucedió hace tanto años ya que, en realidad, no tiene sentido avergonzarse, sino que mejor recordarlo, como ocurre con todo, o casi todo.

Se trata de los amores que vivía en secreto, cuando era un niño de 13 o 14 años. Puede parecer que seis años no es mucho tiempo, pero, de cualquier forma, ha pasado tanta agua bajo el puente que las cosas de ahí a entonces han cambiado sobremanera y poco queda del pequeño niño que todos conocían, aunque, claro, siempre queda algo. Más de una vez tuve un amor que no compartí con nadie, que lo mantuve guardado, y que allí se quedó hasta desaparecer.

imageMe gustaba una niña de mi curso. Ella era morena, bajita, nariz respingada y de un cuerpo bastante desarrollado para su edad. A mí me gustaba. Y mucho. Pero siempre he sido cobarde, extrovertido cuando ya he adquirido cierta confianza en alguna situación particular, pero todo lo contrario, incluso tímido, cuando sé que nada depende de mí, que mis acciones pueden tener un efecto insospechado en los demás. Eso, a veces, a uno lo cohíbe, sobre todo cuando le gusta tener todo bajo control. Más aun en el tema amoroso, donde todo ese impredecible.

Acercarme a ella y decirle “me gustas”, era, para mí, un hecho inconcebible, que sólo me azotaba como una idea tentadora a cada milésima de segundo y durante todo el día. “Y qué le diría después”, me preguntaba: “Quiero estar contigo”, pero ¿y si a ella no le gusto? Cómo podría yo adelantarme así sin siquiera dejar en claro que siento algo por esa mujer a quien le digo que “me gusta” y sin tener la certeza de que ella quiere estar conmigo.

¿Por donde empiezo? ¿Sabrá ella que me gusta? ¿Cómo se lo digo? Esas preguntas me hacían daño, pero me las repetía una y mil veces a ver si extraía un plan suficientemente razonable como para llevarlo a la acción, pero nada. Pensaba en decírselo de cerca, muy de cerca, en el oído. Cuando me despidiera de ella de un beso en la mejilla le diría “me gustas”,  y luego me subiría a la micro que tomaba todos los días para volver a mi casa. Debía calcular con precisión que justo en el momento en que le dijera en su imageoído, al momento de despedirme, “me gustas”, la micro debía estar detenida frente al colegio para poder subir sin vacilar y arrancar, literalmente, hasta la punta del cerro.

¡Pero qué estupidez! me decía después, y ahora con mayor razón, ¿cómo pretendía hacer algo así? Ella me creería una persona desequilibrada, casi sicópata. Cómo decirle “me gustas” en el oído sin siquiera, por último, haberle enviado una señal previa que le advirtiera algo, no sé, para que estuviera preparada a escuchar una frase tan directa como “me gustas”. O quizá ni siquiera lo hubiera entendido, seguro hubiese creído que era una broma más de esas que se hacen siempre entre los compañeros de curso. Por dios, cómo cresta pensaba finiquitar de esa manera una cuestión tan importante. Qué poca sutileza, dios mío.

Pero pasaban los días y no me podía sacar de mi pensamiento la posibilidad de declararme ante ella. De decirle, por fin, “me gustas” y que ella me respondiera “a mí también me gustas”, y que yo le diera un beso, y que ella no se resistiera, y que todo se consumara. Nada de eso. Por las tardes, mientras mi hermano estaba en el colegio y mis padres trabajaban, me pasaba tardes enteras en mi casa escribiendo y volviendo a escribir en un papel ordinario una conversación telefónica donde yo, finalmente, me declaraba. Sí, pensaba llamarla por teléfono y contarle todo. Era un cobarde que sólo tenía coraje para expresar su voluntad a través de un aparato telefónico y a varios kilómetros de distancia.

Cara a cara no podría hacer algo así. No tenía las agallas. No me quería arriesgar. Tanto así, que la nota que preparé, que leí y que releí miles de veces antes de llamar a su casa, tenía anotada las eventuales respuestas que ella daría a esa conversación que yo había pauteado como un guión preestablecido. Era un ingenuo, o un estúpido, mejor dicho, al creer que ella iba a estar dispuesta a escuchar mi declaración de amor por teléfono. image

Hasta que la llamé. El teléfono sonaba una y otra vez. Mis manos sudaban. Deseaba con todas mis fuerzas que no contestara nadie para yo quedarme tranquilo con ese discurso de auto complacencia: “hice todo lo que pude pero no se pudo”, cuando en verdad estaban todas las energías puestas en que no sucediera, en que no contestara. Y no sucedió. Tal como esperaba que pasara, nadie contestó. Intenté lo mismo al día siguiente, y al otro, y al otro. El número era el correcto. Debía ser buena para salir de casa, me decía. Quizá tenía mil pretendientes más y yo como imbécil trataba de contactarme con ella, para contarle todo con la esperanza, al fin y al cabo, de que ella me quisiera a mí. Creía que lo que tenía que decirle era tan importante como para quitarle minutos de su existencia. Para ella podría no significar nada.

No hay caso, nadie contestaba. Pero un jueves por la tarde contestaron. Era su mamá. Le pregunté por Pía, así se llamaba. Me dijo que esperara un momento. En ese instante, sostenía con mis manos sudorosas el papel que me ayudaría a empezar. Era la única compañía, el único pilar en el que podía sostenerme, sin el papel era hombre muerto. Pensé en cortar el teléfono, en que todo esto era una tontería, que no podía hacer algo así, que era una estupidez de principio a fin. Sin embargo, algo me mantenía allí, incólume.

“¿Aló?” dijo de pronto una vocecita aguda, tan delgada que parecía que se fuera a desvanecer. Era ella. “Hola” contesté yo. “¿Quién es?” preguntó. “Esteban, tu compañero”, le dije. “Ah, Esteban, cómo estás". “Bien”, le dije yo, “te quería pedir un favor”. “Sí, dime”. “¿Tienes el cuaderno de matemáticas con apuntes?”. “Sí, siempre tomo apuntes”, dijo con total naturalidad. “Es que yo no apunto nada, ¿me lo puede llevar mañana? Necesito estudiar para la prueba del jueves”. “Sí, ningún problema”. “Listo… Era eso solamente… gracias… que estés bien… cuídate… Y le corté.

4 comentarios:

SIL dijo...

Por algo se empieza.
Los apuntes de matemática son un buen comienzo.
Esos pasos son como los primeros que los bebés dan.
A tientas y a trémulas... pero necesarios para algún día dar el paso firme.

Beso grande

SIL

Anónimo dijo...

me gusto mucho Esteban.. un abrazo

Unknown dijo...

que ingenua la niña nunca se dió cuenta, eso si, lo pondría en duda porque los chicos a esa edad son muy nerviositos y tu.. uyy,yo me hubiese dado cuenta, está buenísimo, te adoro.

A. dijo...

oh dios mioooo!esperaba el desenlace romantico y me he quedado en shock!jajaja aunque con esa edad quien no ha hecho esas cosas? :)

un beso con sabor a chupetin^^