domingo, 5 de septiembre de 2010

Mirando al Tricentenario

Han pasado cien años desde que Chile celebró el Centenario de la República. El mundo permanece intacto, pero su gente ha cambiado infaliblemente. Ahora parece más apurada, más agitada, más frenética.

la moneda

“Es un mundo de agentes más productivos”, apuntarían los economistas. “No, se trata de una realidad más superflua y banal”, indicarían algunos sociólogos. En rigor, no todo es tan bueno, pero tampoco es tan malo: podría ser peor.

Una señora cuarentona alcanza la mano de su pequeño hijo que se arranca i nquieto por La Plaza de la Constitución, se la aprieta bien fuerte, lo zamarrea bien zamarreado, le da unas buenas palmadas en el traste, y se lo lleva a rastras en dirección a La Moneda.

Un hombre solitario, de edad avanzada, camina lentamente por Plaza de Armas. Observa las pinturas de los artistas callejeros que se acomodan en la calzada, mientras, a lo lejos, se oyen los alaridos del predicador evangélico que mantienen la atención de unos cuántos cesantes desocupados y otros, como que si no quisiera la cosa, fingen estar atareados en otros asuntos, pero escuchan atentos cada una de sus profecías.

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Un poco más allá, cerca de La Alameda, cientos de personas se desplazan a zancadas por las calles de la ciudad, obnubiladas por el tiempo y el apuro. Es el hombre clásico de los tiempos modernos, que no existían hace más cien años y que ahora aparecen y se multiplican, cuál virus de la famosa pandemia A(H1N1), salvo que esto sí que es en serio.

Las familias ricachonas aparecen bien poco por las grandes alamedas, salvo en casos particulares. Ahora se esconden en la punta de los cerros, fuera del alcance del ardid del ocio, como la gente de la “alta alcurnia” llamaba a los pobres, hace cien años.

Ahora los pobres se asentaron en el centro de la capital y otros quedaron desparramados por la periferia junto con el hombre de clase media, que se levanta cada día por las mañanas, bien temprano, y vive prácticamente la mitad de su vida entre bocinazos, gritos y contaminación.

Pero también han habido cambios positivos: las mujeres tienen más y mejores derechos, aunque aún no sea suficiente. La salud y la educación han mejorado, aunque, claro, tampoco estamos conformes. Los derechos de los trabajadores se han hecho valer con el tiempo, sin embargo, falta mucho por hacer… Es decir, las cosas han cambiado, pero no lo bastante como para cantar victoria.

Las preguntas son varias: ¿Cuándo será suficiente? ¿Llegará el día en que estemos satisfechos con lo que hemos realizado? ¿Es posible hacer de Chile un país con igualdad de oportunidades? ¿Son suficientes 200 años de vida independiente para lograr un país desarrollado, o necesitamos más? ¿Qué será de Chile para el Tricentenario? 

Tales cuestionamientos me recuerdan a la Utopía que escribió el poeta y escritor inglés, Tomás Moro, allá por el Siglo XV, en la que describe detalladamente una sociedad ideal cuya organización política, económica y cultural contrastan extraordinariamente con la realidad que vivimos hoy. image

No quiero decir que vayamos por el camino equivocado, ni tampoco sostengo que marchamos por el sendero correcto, pues eso sólo lo dirá el tiempo, porque precisamente eso necesitamos: Tiempo. Tiempo para que los hombres cesantes que no encuentran otra actividad mejor que mirar perplejos al relator evangélico, eduquen a sus hijos para que sean trabajadores y estudiosos.

La educación es la única arma que existe para demostrar y dar a entender que el progreso y el desarrollo de un país no se logran sólo con las cifras en alza de una economía de libre mercado, sino con fomentar la cultura de todos sus habitantes. Razón por la cual –dada las condiciones actuales- reconozco que nos faltan, al menos, cien años más por madurar.

¡Vamos por el Tricentenario!

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