Jamás he perdido a un familiar, ni a un amigo, ni siquiera a un cercano. Sólo he sido un mero espectador de tragedias ajenas. He visto a gente llorar, he visto a gente sufrir, y a otros sobrellevar la angustia que significa soportar la pérdida de un ser querido. Pero nunca he experimentado ese dolor, ni espero sentirlo tan pronto.
Es verdad, será difícil soportar la tristeza el día en que me toque “vivir” la muerte. Es que uno puede estar preparado para todo, pero nunca para enfrentar la terrible noticia del fallecimiento de un ser querido.
El mismo que ayer te hizo reír, que sentiste cerca tuyo, que abrasaste y que despediste inconscientemente por última vez, debes darlo por muerto, aceptando que jamás volverá a estar físicamente presente, que jamás volverás a verlo sonreír, y que sólo quedarán las imágenes y los recuerdos como consuelo.
Nadie tiene asegurado el porvenir. En tan sólo segundos, la vida puede girar en 180 grados, y el orden que uno le había asignado puede quedar completamente disperso en las manos de la muerte.
Pero cuidado, no se trata de temerle al “fin de la vida” al punto de llegar a desestimarla, pues aunque la ignoremos, siempre está presente; ni tampoco llegar al extremo de estar esperando que ocurra, pues actúa deliberadamente y no escucha nuestras súplicas. La muerte, como la vida, es un paso más. Si es el primero o es el último, eso nadie lo sabe.
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