No soy nadie para escribir sobre los gajes de este arte. No tengo la gracia, ni la habilidad, ni mucho menos la experticia para estar dando lecciones. Pero sí tengo la experiencia –aunque corta –para contar lo que pasa por mi cabeza cuando mis ideas se ponen de acuerdo en crear un pensamiento que valga la pena transformarse en palabras.
Dos cosas. Primero: para escribir se requiere de madurez. Y no es que yo sea maduro. Soy un pendejo de 20 años con ganas de crecer por adelantado, que muchas veces peca de imprudente e insensato. Pero yo no me refiero a esa madurez, sino a la madurez del pensamiento, a manejar ideas claras, a resolver múltiples interrogantes a medida que generamos otras mil inquietudes, una y otra vez.
Segundo: Para escribir debe conocerse a sí mismo. Yo me conocía tan poco que debí ordenar mis ideas. Necesitaba dibujarlas en mi mente, adherirlas a mí, pulirlas poco a poco, transformarlas en palabras, luego en frases y de ahí en párrafos. Lo más importante ocurrió cuando me di cuenta que tenía algo que decir, y argumentos para sustentar mis dichos. Supe quién era yo, cuando armé mi primer discurso. Pero eso tomó tiempo. Y aún sigo explorando.
Lo demás llegó por sí sólo. Mis ideas estaban dispersas y naufragaban por mares confusos. Hasta que las hice calzar en un punto primordial, en la coherencia, y afortunadamente llegaron a buen puerto. Ahora creo suponer que me conozco un poco más, aunque uno nunca termina de conocerse por completo.
Si el problema es que usted no se conoce en lo absoluto, siéntese, póngase a escribir y organice sus pensamientos. Dese el tiempo, que no hay apuro. Piénselo y cuestiónelo todo, vaya hasta lo más profundo de sus inquietudes. Inténtelo, pues de lo contrario confundirá a quienes lo leen, lo ven o lo escuchan, porque sus palabras y gestos reflejarán desconocimiento e ineptitud, aun cuando el tema que trate sea de su exclusiva especialidad.