jueves, 9 de junio de 2011

Reflexiones pasajeras; apuntes cotidianos

1. Sus celulares perdieron la señal. Cruzaba la avenida en dirección a mi casa, cuando se me ocurrió marcarles a los tres, a ver si alguno funcionaba, pero ya me imaginaba que no. Deben andar en Arica o cruzando ya hacia el Perú, no lo sé. Sólo sé que están viajando y que se encuentran bien. Me acuerdo de ellos, mis amigos que decidieron emprender el rumbo fuera de Chile. Del Gabo, de su risa contagiosa y sus bromas amaneradas; del Victor y su sonrisa ancha; del Nico, andando con su guitarra, medio ebrio, medio lúcido, cantando a toda raja; todos proyectando en su mente el largo recorrido que les espera por Latinoamerica. Estoy ansioso por ellos, porque quiero que les vaya bien, que viajen lo que más puedan, que conozcan cada ricón que visiten y sobre todo, que le sigan el pulso a la vida. Ellos saben que así tiene que ser. A través de estas palabras les envío a todos ellos mis más poderosas vibraciones.

2. El otro día saqué el televisor de mi pieza y lo reemplacé por el de la cocina, que se echó a perder. El espacio que quedó lo ocupé por unos libros que tenía esparcidos por todos lados. Yo muy pocas veces veo tele, por lo que era una pérdida de espacio tenerlo ahí. Pero a veces, cuando llego tarde de la universidad, me preparo el almuerzo y la enciendo. No tengo cable, así es que me tengo que conformar con lo que hay, que no es mucho, casi nada. Siempre me encuentro con lo mismo: programas juveniles donde todos sus participantes son "artistas", y compiten por cuál es el mejor. Cambio de canal y me encuentro con más o menos lo mismo, en un formato diferente: algunos que dicen ser cantantes, y cantan; otros dicen ser bailarines, y bailan. Pero no veo allí arte por ningún lado. ¿Por qué les llaman artistas? El arte puede estar en todos lados, pero jamás en espacios como esos, donde transforman la belleza en competencia, en ego, vanidad, estrellato, fama. Pura basura que nada tiene que ver con el arte.

3. No deja de sorprenderme el efecto sanador que tienen las palabras sobre mí. No podría explicar en detalle lo que me ocurre, sólo sucede y eso es suficiente. Creo que estas sensaciones no hay que aprender a entenderlas, sino a sentirlas y dar con ellas en el momento preciso. Para eso hay que seguirle el pulso. Jamás forzarlas. A veces me dicen: "escribe esto", "escribe esto otro", y nada resulta como quisiera. Prefiero que las palabras me llamen a mí, y que no sea al revés, porque si así fuera, dispongo de lo ajeno. Las palabras no son mías, son del aire. Cuando advierto verlas pasar, como ahora escribro estas palabras, espero con paciencia que se acerquen a mi lado y se pongan a mi disposición. Las escojo con cuidado, aunque sin mucho esmero, no me gusta caer en artificios, no me gusta armar párrafos de plástico.

4. Leo en la micro. Leo en el metro. Leo de pie. Leo sentado. Me sumerjo en las palabras de algunos hombres que se atrevieron a escribir. De vez en cuando levanto la vista y me doy un respiro. Me gusta saborear cada palabra, reflexionar cada frase y encontrar pistas, señales que me ayuden a interpretar esos rostros que me acompañan en la rutina. Vuelvo a bajar la mirada para leer el libro que tengo entre mis manos. El murmullo de los pasajeros, el sonido de los trenes, la voz de los conductores anunciando cada parada, son parte de un segundo plano auditivo que me mantiene conectado a la realidad, sin desconectarme de mi lectura. Es extraño. También leo en el camino. Eso es más difícil. Me atrevo a decir que no he visto a nadie hacer lo mismo, pero deben existir unos cuantos obsesionados. Me desplazo con cuidado y esquivo a las personas que pasan a mi lado como sombras en movimiento. Es cierto, es como si me encerrara en un campo de fuerzas invisible que me aleja de la sociedad aun estando en el medio. Hay veces en que me gusta sentirme ajeno. Hay veces en que me gusta sentirme parte de un todo. Como sea, los libros son mi refugio, aquí y en cualquier lado.

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