Guardé silencio durante toda la reunión. Algunos de mis compañeros de periodismo de la universidad fueron invitados, al igual que yo, a conversar con la nueva decana de la Facultad de Comunicaciones. Ella, Eliana Rozas Ortúzar, convocó a algunos de los estudiantes de la escuela para conocer sus inquietudes con respecto al funcionamiento y al desarrollo de la carrera en sus cortos cuatro años de vida.
Las críticas que emitieron mis compañeros fueron en su mayoría predecibles. Casi todas apuntaban a lo mismo: Falta de motivación de parte del estudiantado, falta de profesores comprometidos, falta de organización a nivel de la escuela, falta de implementos tecnológicos, y muchas faltas más. Yo escuchaba atento y a ratos perdía el control de mis impulsos, me desesperaba, pero guardaba silencio, intentaba mantenerme tranquilo, quería escapar. Mis planteamientos divergían de los argumentos que entregaba la mayoría, aunque algunos, por supuesto, no dejaban de ser aceptables e incluso discutibles. Pero de eso no voy a hablar ahora.
Una hora y media, un poco más, casi dos horas, no recuerdo con precisión, estuve en la sala de consejo, y con mi boca cerrada. Un buen día aprendí que debía hablar sólo cuando fuera necesario hacerlo, y ahora no lo consideraba pertinente. Si me hubiesen apuntado con el dedo y me hubieran obligado a proferir alguna opinión, hecho que, por cierto, no sucedió, hubiera dicho algo más o menos así:
“Mi nombre es Esteban Acuña y curso tercer año de periodismo. Yo, decana, diverjo de la mayoría de los planteamientos de mis compañeros, y no porque no considere sus alegatos como válidos, muchos sí lo son, otros están de más, pero, para mí, la universidad es un medio, y no un fin”. A mi juicio, con estas palabras quedaría claro lo que pretendo decir, pero no me cabe la menor duda que para la nueva decana eso no sería suficiente, querría saber más y me preguntaría: ¿A qué te refieres? Yo le respondería lo siguiente:
“Decana, la universidad, para mí, es una de las herramientas con la que construyo mi propio camino. Y no es más que eso. No tiene sentido apuntar a una institución como la culpable de mi propia ignorancia. Tampoco puedo esperar más de una empresa que, como cualquier otra, tiene como propósito ser rentable, y que no se preocupará por mí si una vez que egreso no encuentro trabajo. ¿Entonces, por qué debiera preocuparme yo por ella?”.
Yo no voy a intentar cambiar esta situación en particular –y no sólo porque sería en vano intentarlo si quiera –sino porque debería empezar por cambiar todo este sistema. La universidad hace tiempo dejó de ser cuna del conocimiento y de la reflexión, si es que alguna vez lo fue. Prefiero buscar por otros lados –y gracias a la literatura me di cuenta a tiempo-, mientras los demás culpan al sistema de su propia tontería.
El cambio no tiene por qué venir de las instituciones, sino de las personas. Yo no pierdo mi tiempo. Podrían decirme que soy un pesimista, y a mucha honra lo soy; los optimistas, como dice Saramago, “los optimistas están encantados con lo que hay”.
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