¿Quién se ha puesto a pensar en lo que ocurriría si el día de mañana en las elecciones presidenciales los votos en blanco alcanzan la mayoría?
El voto en blanco figura en los cómputos finales de las elecciones como una cifra expresada por minorías y, por tanto –como toda minoría–, es ignorada, apartada y no tomada en cuenta, hasta que, de pronto, por algún motivo hasta ahora desconocido, deja de ser minoría, se convierte en mayoría, y, curiosamente, vuelve a ser considerada por las autoridades por motivos que cualquier persona con dos dedos de frente y sin gozar de una asombrosa lucidez, podría inferir.
El voto en blanco es la expresión de aquellos que no se sienten representados por ningún candidato, pero que de todas maneras concurren hasta las urnas para ejercer su derecho, el único, por cierto, que existe a estas alturas. Es también el voto que vociferan los vocales de mesa como parte de un protocolo irrenunciable, pero nada más que por eso. Si no lo nombran, si no mencionan esa cifra menor, nadie la reclama, nadie la exige, porque, en rigor, a nadie le interesa. Todos están preocupados por el cómputo que define al “ganador” de las elecciones.
Pero ¿quién se ha puesto a pensar lo que ocurriría si el día de mañana, en las próximas elecciones presidenciales, los votos en blanco alcanzan la mayoría? Dicho de otro modo, qué ocurriría, si de un momento a otro, ese voto que significaba un desecho inútil producto de un acción determinada, se transforma, de pronto, en la manifestación explícita de la población en su máximo esplendor.
Hagamos ficción. Imaginemos que en las próximas elecciones presidenciales del 2014, postulan a a la presidencia Laurence Golborne, por la Alianza; re postula Michelle Bachelet, por la Concertación, y Marco Enríquez-Ominami, por cualquier lado.
A diferencia de todos los años anteriores, son las dos de la tarde y ningún ciudadano ha llegado hasta alguno de los centros de votación a sufragar. Las autoridades están nerviosas y no se explican por qué la gente no concurre hasta las urnas a esas horas de la mañana, como es de costumbre.
Comienzan a salir de sus casas todos los inscritos recién pasadas las cuatro de la tarde para ejercer su derecho al voto. Ya satisfechos, los políticos, al ver que sólo se trató de una eventualidad particular de ese año, y que podría figurar como anécdota en los próximos libros de historia, proceden al conteo de los votos. Pero la satisfacción y el regocijo de quien escapa de un problema termina abruptamente cuando se percata que viene otro, y advierten que del total de los votos emitidos, más del 80 por ciento son votos blancos.
Las autoridades comienzan a elucubrar que existe un grupo revolucionario y extremista que pretende socavar los cimientos de una democracia degenerada, cuando, en realidad, no existe otro motivo para votar en blanco que la desilusión de una población hacia una clase política desgastada y estropeada. Pero las autoridades al no estar dispuestas a ver la realidad, declaran estado de sitio, abandonan la ciudad, y ordenan a los militares resguardar las fronteras. Desde afuera comienzan a buscar a los supuestos culpables. Y si no los hallan, los inventan.
No me atrevería a aventurar que sucedería lo mismo que relata con asombrosa inteligencia el gran escritor y premio Nobel de literatura, José Saramago, en su novela Ensayo sobre la lucidez. Es un hecho increíble. Pero si tuviera la seguridad de que la población, sin previo acuerdo, manifestaría su descontento de la clase política mediante el voto blanco, no me cabe duda de que yo, que no aparezco en la lista de los registros electorales, pues no me he inscrito por motivos que prefiero mencionar en otro momento –y para no alargar el relato ni hacerlo latero-, doy mi palabra que me inscribo, que voy a donde sea necesario, y que voto blanco. Que acción más notable sería esa.
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