Por más que me lo he preguntando no he sabido responder con certeza el día preciso en que por causas desconocidas dejé de armar esas historias de personajes inanimados que mantenían mi mente ocupada cada cierto tiempo. Tampoco me acuerdo cuándo fue que los escondí definitivamente para siempre en un cajón perdido en el último rincón de mi pieza. Desconozco en qué momento quedaron completamente olvidados por el paso infranqueable del tiempo. Debo hacer memoria.
Aquellos objetos atractivos con que se entretienen los niños fueron, en algún momento de mi vida, una suerte de inspiración inconsciente en la que me sentía dominado por una fuerza otorgada por la impresión –porque no fue más que eso- de que podía manejar a mi arbitrio el desenlace de unos personajes de plástico, que no tenían más valor que la vitalidad que yo mismo les otorgaba. Era lo único concreto que podía manejar a esas alturas de mi vida. Tenía sólo siete años.
Me pasaba tardes enteras posicionando mis juguetes en filas distintas que se dividían entre buenos y malos, fuertes y débiles, valientes y cobardes. Así no más, como si el mundo fuera así de sencillo. A los más pequeños y menuditos los hacía combatir entre ellos para evitar que se enfrentaran con la fuerza de los juguetes gigantes, esos que siempre ganaban las batallas.
Por aquellos años, donde mi mundo se reducía a historias de “monitos” de plástico, no concedía de ninguna manera que los personajes más grandes fueran a hacer uso de su fuerza en desmedro de los más débiles. Pero con el correr de los años comprendí que la vida está repleta de injusticias que son habituales.
Poco a poco estas historias se dejaban llevar por fuerza de la costumbre y culminaban, la mayoría de las veces, en luchas gigantescas, masacres sanguinarias, donde todos terminaban muertos y, en las menos, salvaba uno ileso, el héroe que merecía seguir vivo según el criterio precoz de un niño de siete años. Pasé largo tiempo cambiando los roles de los personajes e inventando guiones nuevos, hasta que un día me dije: “Los buenos dejarán de ser los buenos y los malos dejarán de ser los malos”.
Invertí los papeles. Yo consideraba que era lo más justo. Creía que los buenos también tenían un lado siniestro y que podían dejar de serlo si se aburrían de ello, como el personaje malvado que no podía dejar de guardar en lo más profundo de su ser una pizca de humanidad, que emanaba de repente hasta donde fuera posible.
Recreaba, mediante mis historias, la escena cotidiana de un mundo donde los buenos se confunden con los malos y los malos se camuflan entre los buenos. Y al final, entre medio de esta confusión, se apunta con el dedo a los honestos, y a los canallas, bien maquillados, se les aplaude con fuerza. En eso se lleva la vida, lamentablemente.
Hasta que me aburrí de la rutina. Pero yo no me rendía, no quería dejar de jugar. No quería dejar de lado a mis juguetes de plástico. Existen pocas experiencias tan tristes en la vida como la de sentir que uno está creciendo y que los juegos de niños son cosa de niños, y que uno ya debe acostumbrase a eso que le llaman “cosas de grandes”, que no es más que formar parte de un sistema que te estruja hasta los huesos.
Me rendí. Los guardé finalmente. Recordé, de pronto, el relato del poeta viñamarino, Ennio Moltedo, “El Emporio Noziglia”, que trata de la historia un niño –igual o parecido al que alguna vez fui– que había soñado durante mucho tiempo tener en sus manos una lancha metálica que veía todos los días desde la vitrina de una tienda de juguetes, pero que le era inasequible. En Navidad, le regalaron dinero, compró su juguete y lo echó a andar en la tina de su casa. “Terminada la cuerda, la lancha se detuvo”, y el niño se dio cuenta que ya había crecido. Los años habían pasado sin que él se diera cuenta. Así fue como como me pasó a mí.
1 comentario:
que lindo el relato, me gustó muchisimo, que nostalgia me recuerdo d mis 103 muñecas y barbies que tuve cuando chica y les dabamos vida :)
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