La vida es sentido, en tanto nosotros somos conscientes de la vida. Cuando vivimos sólo por vivir o por cumplir con el ciclo natural de nuestra existencia, el camino se torna difuso y nos desviamos por uno, casi siempre equivocado, que nos lleva directo a un callejón sin salida: la soledad.
Una vez me dijeron que era imposible vivir en la soledad, y yo le comenté que era bastante probable que así fuera. El ser humano nació y se desarrolló en comunidad, por tanto no debiera ser fácil renegar cierta naturaleza latente en nosotros.
Pero le advertí, eso sí, que es posible hacer de la soledad una verdadera compañía, un poco odiosa, a ratos, quizá, pero sostenible, incluso agradable y complaciente, por cuanto tiempo aguantara el alma humana.
En la vida uno debe ser apasionado, debe dejarse llevar por aquello que nos satisface, que nos mueve por la vida, que nos despierta un interés desmesurado capaz de otorgarle sentido a nuestra propia existencia.
Quien vive de pasiones es un hombre apasionado, un ser poseído, capaz de introducirse en una especie de espiral en donde el tiempo queda subyugado a otra dimensión, y la realidad pasa a segundo plano.
Así, para el hombre que vive inserto en su propia existencia, que vive ocupado haciendo lo que le gusta, que tiene varias tareas por delante y que mantiene su mente despierta, ocupada en aquello que le quita el sueño, no conocerá a la soledad sino como a una compañera.
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