Habrán sido una, dos, tres o hasta cuatro veces que, luego de una jornada de jolgorio, risas y alcohol, he terminado arreglando cuentas con el suelo. Tanto así, que debo tratar con él cara a “tierra”; y ahora, esperar unos días para que se me deshinche y cicatrice la herida, una mancha café que me quedó debajo de mi ojo derecho.
Recuerdo que la primera vez fue una mañana, después del carrete. Caminaba con mis amigos de vuelta a casa. Todo iba perfecto, hasta que -entre risas y juegos de manos (“son de villanos”)- desafié a Nicolás a un round estilo boxeo. Aceptó. El cuadrilátero era toda la calle; y el arbitro, nosotros.
Las consecuencias fueron dignas de una pelea de machos. Quedé con mi ojo morado y Nicolás con su brazo rasmillado. La peor parte me la llevé yo que tuve contar una verdad que a ojos de mis padres parecía un cuento que inventaba para encubrir una pelea, un asalto a mano armada, o una locura de borracho.
Esto no terminaría así como así. Yo estaba dispuesto a dar una revancha, pues no quería aceptar mi derrota. Volví a retar a un duelo cara a cara y volvimos a convertir las calles en un ring de lucha. Ésta vez mi cara no quedó hinchada ni adolorida, sólo una mancha negra debajo de mi ojo que delataba un derechazo, directo al ojo, sin mucha fuerza. A Nicolás simplemente le quedó un rasmillón, con sangre, feo, pero en el brazo; a mí, en cambio, en la cara.
Tuve que volver pagar las consecuencias. Conté a mi madre la anécdota y, como lo esperaba, fue una verdad cuestionada. ¿Quién me iba a creer? Peor aún, tuve que volver a la pega y atender a los clientes con un ojo moreteado. Probé con base, pero sólo duraba un rato. Después me comprometí con Nicolás: no volveríamos a pelear. Quedamos en eso, nos desquitaríamos de otra manera. Si después de todo las peleas no eran más que una forma de soltar tensiones, y vaya que servía.
Hasta el día de hoy creía que nada parecido volvería a suceder. No más peleas ni juegos tontos; sólo conversas, risas y nada más allá. Era de mañana, camino a casa. Sí, estábamos ebrios; ebrios y felices. De repente, siento un peso -que mi cuerpo no fue capaz de soportar- tan repentino, que mis piernas se desplomaron, mis manos no sé dónde quedaron, y lo primero en interceptar con la superficie fue mi cabeza. Fuerte y directo. ¡Dolor!
Fue Jano. Saltó sobre mí. Pobre huevón que creyó que lo sostendría. Ni me avisó siquiera para estar preparado. Al principio, fue motivo de chiste. Apenas sentí una hinchazón, corrí hasta el espejo de un auto y miré mi rostro. Era lo que esperaba. De vuelta a lo mismo: “Mamá, es que hueviando con los chiquillos me saqué la chucha…”. Otro cuento para mis padres, otra borrachera más, otro “este cabro está perdido”.
En fin, habrá que esperar a que mi ojo vuelva a la normalidad para cobrar parte. Espero que la próxima vez sea yo el que salte arriba de alguno; espero ser yo el que ría, y ser el que aprenda de una vez por todas la lección, que ya estoy cansado de llegar a acuerdos con el suelo si, finalmente, quedan en nada.
1 comentario:
ajajaj me gustaaaaaaa mucho
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